AMOR
QUE ENFERMA, AMOR QUE SANA.
Bert
Hellinger
Un
amor logrado requiere el conocimiento de determinados órdenes. De lo contrario,
no sólo nos aporta felicidad y bienestar, sino también enfermedad y desdicha.
Esto no sólo se aplica a la relación entre hombre y mujer, sino también a las
relaciones entre hijos y padres.
En
la familia rige el orden, la ley fundamental, de que cada uno de sus miembros
tiene el mismo derecho a la pertenencia. En muchas familias se excluyen
determinados miembros, por ejemplo un tío, porque es homosexual, o un hijo ilegítmo
del padre, junto con su madre. O cuando un hijo muere en temprana edad, los
padres le dan al hijo que nace después de él el nombre del hermano muerto. De
esta manera le dicen al hijo muerto: “Ya no formas parte. Tenemos a alguien
que te sustituya.” El hijo muerto ni siquiera conserva su propio nombre.
Muchas veces, tampoco se le cuenta entre los hermanos, ni se le menciona. Así
se niega y se rehusa su derecho a la pertenencia.
Esta
ley fundamental de que cada uno tiene el mismo derecho a la pertenencia no
tolera ninguna infracción. Donde esta exigencia no es respetada, en la familia
se desarrolla la necesidad de compensación. En consecuencia, los excluidos u
olvidados son representados posteriormente por otros miembros de la familia, sin
que éstos se den cuenta. Así, por ejemplo, es frecuente el caso de una primera
mujer del padre, o de un primer marido de la madre, que son representados por
uno de los hijos del segundo matrimonio, si no se les concede el reconocimiento
y la pertenencia al sistema familiar.
Muchos
problemas graves en la familia, como puede ser un hijo con trastornos de
comportamiento, pero también la enfermedad de un hijo o su tendencia a
accidentes o al suicidio, son debidos a que este hijo, inconscientemente,
representa a una persona excluida, intentando hacerle justicia.
Liberarse
de este tipo de implicaciones se hace posible restableciendo el orden
fundamental, es decir, integrando y valorando nuevamente a los exluidos. Por
ejemplo, cuando la primera mujer del marido fue menospreciada y, por tanto,
excluida, la segunda mujer tendría que decirle: “Tengo al marido a costa tuya,
y reconozco que sufriste una injusticia. Ahora te pido que nos mires con buenos
ojos, a mí y a mis hijos.” De esta manera la primera mujer es reconocida. En
el trabajo con "constelaciones familiares" se puede ver cómo cambia
la cara de una primera mujer al oir estas frases, y cómo se vuelve afable
porque se le respeta y porque se reconoce que también ella forma parte.
La
solución también requiere que la hija que imite a esta mujer le diga
interiormente: “Yo sólo soy de mi madre y de mi padre. Aquello que hubo entre
vosotros adultos, no es asunto mío.” A su padre le dice: “Tú eres mi
padre, y yo soy tu hija. Por favor, mírame como tu hija.” Así, el padre ya
no tiene que ver en ella a la mujer anterior, ni encontrarse con el odio o el
dolor que ésta quizás sienta. O si aún la ama, no tiene que ver a la hija
como una amante, sino sólo como su hija. Así, la hija puede ser hija, y el
padre es padre.
La
hija también tiene que decirle al padre: “Ésta es mi madre. Con tu mujer
anterior no tengo nada que ver. Yo tomo a mi madre. Ella es la verdadera para mí.”
Y después tiene que decirle a la madre: “Con la otra mujer no tengo nada que
ver.” De lo contrario, esta hija se convierte en una rival de la madre, lo
cual le impide ser hija. Así, quizás, la madre inconscientemente vea en ella a
la otra mujer, por lo que madre e hija entran en un conflicto como dos amantes
rivales. En cambio, si la hija dice: “Tú eres mi madre y yo soy la hija; con
la otra no tengo nada que ver. Te tomo a ti como mi madre. Por favor, tómame
como tu hija.”, el orden se restablece.
Frecuentemente,
cuando en una familia muere un hijo en temprana edad, los demás hijos, que
siguen con vida, se sienten culpables porque ellos viven, mientras que su
hermano está muerto. Piensan que le llevan ventaja por estar vivos, y que el
otro sufre una desventaja por estar muerto. En consecuencia pretenden
compensarlo, por ejemplo, sufriendo, o cayendo enfermos, o incluso queriendo
morir, sin saber por qué.
Aquí,
el orden del amor significaría que interiormente le dijeran al hermano muerto:
“Tú eres mi hermano / mi hermana. Te respeto como mi hermano / mi hermana. En
mi corazón tienes un lugar. Me inclino ante tu destino, cualquiera que fuera, y
asumo mi destino de la manera que me esté dado.” Así, el hijo muerto es
valorado, y el otro puede seguir viviendo sin sentimientos de culpa.
Detrás
de la necesidad de compensación, que lleva a la enfermedad, actúa una imagen mágica
del mundo, a saber, la idea de que yo pudiera redimir a otra persona de su
destino grave tomando sobre mí algo grave también. Así, un hijo le dice a su
madre seriamente enferma: “Prefiero caer enfermo yo antes que tú. Prefiero
morir yo antes que tú.” O cuando la madre ya no quiere vivir, se suicida un
hijo para que la madre se pueda quedar.
Un
ejemplo sería la anorexia. La anoréxica se va consumiendo, va desapareciendo
hasta morirse. En su alma, esta hija le dice a su padre o a su madre:
“Prefiero desaparecer yo antes que tú.” Aquí obra un profundo amor. Pero
si la hija se muere, ¿de qué sirve? Es absolutamente en vano.
Cuando
trabajo con una cliente anoréxica, le pido que le mire a los ojos a su padre o
a su madre y que le diga: “Prefiero desaparecer yo antes que tú.” Cuando
les mira a los ojos hasta realmente verlos, ya no puede pronunciar esta frase,
porque ve que el padre o la madre no lo aceptarían de su parte. Lo que el amor
mágico no reconoce es que también la otra persona ama, y que rechazaría este
deseo, aparte de que tampoco serviría de nada.
Otro
caso sería el de una madre que murió al nacer el hijo. En este caso, al hijo
le resulta sumamente difícil tomar su propia vida. Tendría que mirarle a los
ojos a la madre y decirle: “Mamá, incluso por este precio tan alto la tomo; y
le sacaré provecho, en tu memoria. Quiero que sepas que no fue en vano.” Éste
sería un amor a un nivel superior. Requiere el desprendimiento de la idea mágica
de que pudiéramos intervenir y cambiar el destino de los demás. Requiere el
paso de un amor que enferma a un amor que sana.
La idea y el amor mágicos van acompañdos de una cierta arrogancia, de la sensación de poder y de superioridad. El hijo está realmente convencido de poder salvar a otra persona de su enfermedad y de su muerte, cayendo enfermo o muriendo él mismo. La renuncia a esta idea tan sólo se logra a través de la humildad.