Índice
Tomar aquello que los padres dan demás
La medida de un hijo / de una hija
Los excluidos son representados
Liberarse de las implicaciones
Muchos piensan que el amor podría superarlo todo,
tan sólo hay que amar lo suficiente para que todo se arregle. La experiencia,
sin embargo, demuestra todo lo contrario. Muchos padres tienen que ver que sus
hijos, a pesar de su amor, no se desarrollan de la manera que ellos lo
desearían. Tienen que ver que sus hijos caen en la enfermedad o en la adicción,
o que se suicidan, a pesar de haberles dado todo su amor. Por tanto, aparte del
amor, aún se necesita algo más para que este amor se logre: se requiere el
conocimiento y el reconocimiento de un orden del amor que actúa en las
profundidades del alma.
El amor llena lo que el orden abarca.
El uno es el agua, el otro el jarro.
El orden recoge,
el amor fluye.
Orden y amor se entrelazan en su actuar.
Como una melodía, al sonar, se guía por las
harmonías,
así el amor se guía por el orden.
Y como el oído difícilmente se habitúa a las
disonancias,
por mucho que se expliquen,
así nuestra alma difícilmente se hace
a un amor sin orden.
Algunos tratan a este orden
como si no fuera más que una opinión,
que pudieran tener o variar a gusto.
En realidad, empero, nos viene dado:
actúa aunque no lo entendamos.
No se idea, se encuentra.
Lo conocemos, igual que el sentido y el alma,
por su efecto.
Muchos de estos
órdenes son secretos; no pueden ser escudriñados. Obran en lo hondo del alma y
frecuentemente los tapamos con nuestras ideas, objeciones, deseos o miedos. Hay
que tocar las profundidades del alma para experimentar los órdenes del amor.
Primeramente
hablaré de los órdenes del amor entre padres e hijos, más concretamente, desde
el punto de vista del hijo, del hijo a los padres. También mencionaré algunas
perogrulladas que son tan obvias que casi me da vergüenza mencionarlas. Aún
así, muchas veces nos olvidamos de ellas.
Lo primero es que
los padres, al dar la vida, con este acto que es el más profundo que el ser
humano puede realizar, le dan al hijo todo lo que tienen. No pueden ni añadir
ni restar nada. En esta consumación del amor, el padre y la madre lo dan todo.
Por tanto, el orden del amor comprende que el hijo tome la vida tal como los
padres se la den. El hijo no puede omitir ni querer eliminar nada. Ni tampoco
puede añadir nada. El hijo es sus padres. Por tanto, en un primer lugar, el
orden del amor para un hijo comprende que éste asienta a sus padres, tal como
son, sin nigún otro deseo, ni ningún temor. Ya que sólo así cada uno recibe la
vida: a través de sus padres, tal como son.
Este tomar es una
realización sumamente profunda. Engloba el asentimiento a la vida y al destino,
tal como me vengan dados por mis padres. Con los límites que esto me impone.
Con las posibilidades que con ello se me abren. Con las implicaciones en los destinos
de esta familia y en la culpa de esta familia, en lo grave y en lo leve, sea lo
que sea. Este asentimiento es una realización religiosa. Es un desprendimiento,
una renuncia a exigencias que sobrepasen aquello que me llegó a través de mis
padres. Este asentimiento va mucho más allá de los padres. Por tanto, en esta
realización no sólo tengo que mirar a los padres. Tengo que dirigir mi mirada
más allá, muy lejos, de donde viene la vida, e inclinarme ante su misterio. Al
tomar a mis padres, asiento a este misterio y me abandono a él.
Podéis comprobar
en vuestra propia alma cuál es el efecto cuando os imagináis que os inclináis
ante vuestros padres, muy profundamente, y les decís: “Tomo la vida al precio
entero que a vosotros os costó, y que a mí me cuesta. La tomo con todo lo que
encierra, con los límites y con las posibilidades.” En ese momento, el corazón
se abre de par en par. Quien logra esta realización está en paz consigo mismo y
se siente completo.
Para hacer la
contraprueba, también podéis imaginaros el efecto de lo contrario, de que la
persona diga: “Quisiera tener otros padres; tal como son, no los quiero.” ¡Qué
arrogancia! Quien habla así, se siente vacío y pobre, y no puede estar en paz
consigo mismo.
Algunos piensan
que, tomando a sus padres enteramente, podrían asimilar algo negativo. Así, no
se exponen a la vida en su totalidad. Sin embargo, también pierden lo bueno.
Quien asiente a sus padres, tal como son, toma la plenitud de la vida, tal como
es.
Sin embargo, aún
hay un misterio en todo esto. No puedo argumentarlo, pero cada uno experimenta
también que tiene algo único, algo absolutamente personal e irrepetible, algo
que no puede deducirse de sus padres. También a eso tiene que asentir. Puede
ser algo leve o algo grave, algo bueno, pero también algo malo. No podemos
juzgarlo. Pero quien mira al mundo y a su propia vida sin prejuicios, puede ver
que, haga lo que haga, todo forma parte de un destino. Independientemente de lo
que uno haga o deje de hacer, independientemente de las ideas que defienda o
rechace, lo hace cumpliendo un servicio que no comprende. Cuando el indivíduo
se entrega a ello, lo vive como una tarea o como una vocación, que no estriba
en sus propios méritos, ni tampoco en su culpa, por ejemplo, tratándose de algo
grave o cruel. La persona está al servicio de algo más grande. Mirando al mundo
de esta manera, las distinciones habituales se acaban. Este hecho lo describo
en un poema que se titula:
Un airecillo sopla y susurra,
el vendaval golpea bramando.
Pero es el mismo viento,
la misma melodía.
La misma agua
nos sacia y nos ahoga,
nos sostiene y nos sepulta.
Lo que vive, consume,
se mantiene y destruye,
en el uno como en el otro
impulsado por la misma fuerza.
Es ella la que cuenta.
¿A quién le sirven, pues, las diferencias?
Hasta aquí, pues,
los órdenes fundamentales de la vida: nos viene dado el hecho de que tengamos
padres y seamos hijos; y también tenemos algo propio.
Ahora bien, los
padres no sólo les dan la vida a los hijos; también nos dan otras cosas. Nos
alimentan, nos educan, nos cuidan, lo que sea. Para el hijo, lo adecuado es que
lo tome todo, tal como lo reciba. Cuando el hijo lo toma de buena gana, por
regla general es suficiente. También hay excepciones, todos las conocemos, pero
por regla general es suficiente. Quizás, no siempre sea lo que desearíamos,
pero es suficiente.
En este contexto,
el orden implica que el hijo les diga a los padres: “He recibido mucho. Sé que
es muchísimo, y es suficiente. Lo tomo con amor.” Así, el hijo se siente lleno
y rico, pasara lo que pasara. Además añadé: “El resto lo hago yo mismo.”
También ésta es una bella idea. Después, el hijo aún puede decirles a los
padres: “Y ahora os dejo en paz.” El efecto de estas frases llega muy hondo, ya
que ahora el hijo tiene a sus padres, y los padres tienen a su hijo. Al mismo
tiempo, sin embargo, ambas partes están separadas y libres. Los padres han
concluido su obra, y el hijo es libre de vivir su vida, con respeto ante los
padres y sin dependencia.
Ahora, por un
momento, imagináos lo contrario, que un hijo le diga a los padres: “Lo que me
dísteis, primero fue lo equivocado, y segundo, demasiado poco. Aún me debéis un
montón.” ¿Qué provecho sacará este hijo
de la relación con sus padres? Ninguno. ¿Y qué provecho pueden sacar los padres
de la relación con su hijo? Tampoco ninguno. Este hijo no puede desligarse de
sus padres. El reproche y la exigencia le atan a sus padres, pero de manera que
no los tenga. Se siente vacío y pequeño y débil. Éste sería el segundo orden
del amor entre hijos y padres.
La medida de un hijo / de una hija
Además, hay algo
que los padres ganan por sus propios méritos. Por ejemplo, cuando la madre
tiene un talento especial –pongamos por ejemplo que es pintora y hace unos
cuadros preciosos–, es algo que le pertenece a ella y no al hijo. El hijo no
puede reclamar el reconocimiento como pintor si no se lo merece por su propio
talento y su propio esfuerzo. Algo similar se aplica a la riqueza material de
los padres, por ejemplo, a la herencia. El hijo no tiene ningún derecho a
reclamarla; si recibe algo, se trata de un mero regalo.
Lo mismo se aplica
a la culpa personal de los padres. También ésta les pertenece a ellos solos. A
veces, un hijo se arroga el derecho de cargar con esta culpa, por amor y para
llevarla en lugar de los padres. También esto contradice del orden. De esta
manera, el hijo se arroga algo que no le corresponde. Por ejemplo, cuando los
hijos pretenden expiar algo en lugar de los padres, se elevan por encima de
éstos. Entonces los padres son tratados como hijos, y los hijos tienen que
cuidarlos como si ellos fueran los padres.
Hace poco, en un
grupo tuve a una mujer cuyo padre era ciego, y la madre, sorda. Los dos se
complementaban bien. La mujer, sin embargo, pensaba que tenía que cuidar a los
padres. Cuando configuramos su familia, se comportaba como si ella fuera la
mayor. La madre, sin embargo, le dijo a la hija: “Aquello con Papá lo sé hacer
yo sola.” Y el padre le dijo: “Aquello con Mamá lo sé hacer yo solo. Para eso
no te necesitamos.” La mujer reaccionó muy decepcionada; había sido reducida a
la medida de una hija.
La noche siguiente
no pudo dormir. En general tenía problemas para dormir. Me preguntó si yo le
podía ayudar. Le dije: “A veces, la persona que no puede dormir piensa que
debería vigilar.” Después, le conté una historia de Borchert, de un niño que en
el Berlín de la posguerra vigilaba a su hermano muerto, para que no se lo
comieran las ratas. El niño estaba totalmente agotado porque pensaba que tenía
que quedarse despierto. Finalmente pasó un hombre que, amablemente, le dijo:
“¡Pero si de noche las ratas duermen!” Y el niño se durmió.
La noche
siguiente, la mujer durmió mejor.
Por tanto, en
tercer lugar, los órdenes del amor entre hijos y padres comprenden que nosotros
respetemos aquello que personalmente les pertenece a los padres y que ellos
saben y tienen que hacer solos.
También un cuarto
elemento forma parte de los órdenes del amor entre hijos y padres: los padres
son grandes, y los hijos, pequeños. Por tanto, corresponde que los hijos tomen
y que los padres den. Dado que el hijo recibe tanto, siente la necesidad de
compensarlo. Nos resulta difícil recibir algo sin que nosotros mismo demos. Pero
con nuestros padres nunca podemos compensar lo que recibimos; ellos siempre dan
muchísimo más de lo que nosotros podamos devolver.
Algunos hijos
esquivan la presión de compensar, esquivan la obligación o la culpa que
sienten. En un caso así dicen: “Prefiero no tomar nada, así tampoco siento
ninguna obligación ni culpa.” Estos hijos se cierran ante sus padres,
sintiéndose pobres y vacíos en consecuencia. El orden sería que dijeran: “Lo
tomo todo, con amor.” Miran a sus padres con alegría, y los padres ven lo
felices que son sus hijos. Ésta es una manera de tomar que al mismo tiempo
compensa, porque los padres se sienten valorados a través de este tomar con
amor. Así, aún dan con más ganas.
En cambio, cuando
los hijos dicen: “Me tenéis que dar aún más”, el corazón de los padres se
cierra. Puesto que el hijo exige, ya no pueden colmarlo de amor. Éste es el
efecto de tales exigencias. Asimismo, el hijo, aunque reciba, ya no puede
tomarlo.
En el fondo, la
compensación entre dar y tomar en la familia consiste en pasar lo recibido a
otros. Cuando el hijo dice: “Lo tomo todo y, cuando sea mayor, lo pasaré a
otros.”, los padres se sienten felices. Así, pues, el hijo, al dar, no mira
hacia atrás, sino hacia delante. Al fin y al cabo, los padres hicieron lo
mismo: tomaron de sus padres para pasarlo a sus propios hijos. Precisamente por
haber tomado tanto, sienten la presión de pasar mucho a otros, y pueden
hacerlo.
Hasta aquí los
órdenes del amor entre hijos y padres.
Ahora bien, no
solo pertenecemos a nuestros padres, sino también formamos parte de una red
familiar, de un sistema mayor. La red familiar actúa como dirigida por una
instancia superior, vinculante para todos sus miembros. Es comparable a una
bandada de pájaros: de repente, todos giran en otra dirección, como dirigidos
por una fuerza superior que actúa en todos ellos. En la red familiar, esta
instancia superior actúa como una conciencia común. Esta conciencia permanece
mayormente inconsciente. Así, pues, conocemos los órdenes a los que esta
conciencia sirve por los efectos de nuestros actos que respetan o infringen
estas leyes.
Primeramente
quisiera definir el círculo de personas que esta conciencia abarca y dirige. Ya
que por los efectos puede conocerse su ámbito de influencia. Así, pues, la red
familiar comprende:
-
todos los hijos,
también los que murieron o nacieron muertos;
-
los padres y todos
sus hermanos;
-
los abuelos;
-
a veces, alguno de
los bisabuelos, e incluso antepasados más lejanos, sobre todo aquéllos que sufrieron
una suerte trágica;
-
y también forman
parte personas que no son familiares, a saber, todos aquéllos por cuya muerte o
desgracia otros en la familia tuvieron una ventaja, por ejemplo, parejas
anteriores de los padres o abuelos.
En el seno de la
red familiar rige el orden fundamental, la ley fundamental de que cada uno de
sus miembros tiene el mismo derecho a la pertenencia. En muchas familias hay
determinados miembros que son excluidos, por ejemplo, cuando algunos dicen:
“Este tío es un veleta, éste no pertenece con nosotros.” O: “De este hijo
ilegítmo no queremos saber nada.” De esta manera se les niega el derecho a la
pertenencia.
O también hay
personas que dicen: “Yo soy católico y tú, protestante. Yo, como católico,
tengo más derecho a formar parte que tú.” O a la inversa: “Yo, como
protestante, tengo más derecho, porque mi fé es más ortodoxa. Tú tienes menos
fe que yo, por tanto, tienes menos derecho a formar parte.” Este caso ya no se
da con tanta frecuencia hoy en día, pero aún se encuentra.
O cuando un hijo
muere en temprana edad, los padres le dan al hijo que nace después de él el
nombre de este hermano muerto. De esta manera le dicen al hijo muerto: “Ya no
formas parte. Tenemos a alguien que te sustituya.” El hijo muerto ni siquiera
conserva su propio nombre. Muchas veces, tampoco se le cuenta entre los
hermanos, ni se le menciona. Así se niega y se rehusa su derecho a la
pertenencia.
En la práctica,
gran parte de la moral de aquellos que se consideran mejores y superiores a
otros significa: “Yo tengo más derecho a formar parte que tú.” O cuando se
tiene un mal concepto de alguien o se le considera malo, de hecho se le está
diciendo: “Tú tienes menos derecho a formar parte que yo.” En este caso, bueno significa “yo tengo más derechos”,
y malo significa “tú tienes menos
derechos”.
Esta ley
fundamental de que cada uno tiene el mismo derecho a la pertenencia no tolera
ninguna infracción. Donde esto ocurre, inconscientemente se desarrolla una
necesidad de compensación en el sistema, que conduce a que los excluidos o
menospreciados posteriormente sean representados por otros miembros de la
familia, sin que éstos se den cuenta.
Así, por ejemplo,
cuando un hombre, durante su matrimonio, conoce a otra mujer y le dice a su
esposa: “Ya no quiero saber nada de ti”, alegando además excusas gratuitas que
suponen una injusticia para ella, entonces esta mujer será representada
posteriormente por una hija o un hijo del segundo matrimonio del marido. En
consecuencia, esta hija luchará contra su padre con el mismo odio que la mujer
rechazada siente; sin embargo, ni siquiera sabe que la está representando. Aquí
actúa una fuerza oculta procurando la compensación para que la injusticia que
se cometió con la anterior sea vengada por una posterior.
Muchos sucesos
trágicos o conflictivos en la familia, como pueden ser los trastornos en el
comportamiento de los hijos, pero también enfermedades y el peligro de sufrir
accidentes o de suicidarse, radican en el hecho de que, inconscientemente, el
hijo / la hija representa a una persona excluida, procurándole el
reconocimiento. Aquí se revela aún otra característica de la instancia
superior: es justa con los anteriores, e injusta con los posteriores.
La liberación de
este tipo de implicaciones requiere el restablecimiento del orden fundamental,
es decir, que los excluidos vuelvan a ser integrados y valorados. Así, por
ejemplo, la segunda mujer debería decirle a la primera: “Tengo al marido a
costa tuya. Lo valoro, y reconozco que sufriste una injusticia. Por favor,
míranos con buenos ojos, a mí y a mis hijos.” De esta manera se respeta a la
primera mujer. En el trabajo con constelaciones familiares se puede ver cómo se
relaja la expresión de la primera mujer, lo amable que se vuelve de repente,
porque es respetada. Así se reconoce que también ella forma parte del sistema
familiar.
La solución
también implica que la hija que represente a esta mujer le diga interiormente:
“Yo sólo soy de mi madre y de mi padre. Lo que hubo entre vosotros adultos, no
es asunto mío.” A su padre le dice: “Tú eres mi padre, y yo soy tu hija. Por
favor, mírame como tu hija.” Así, el padre ya no tiene que ver en ella a la
mujer anterior, ni encontrarse con el odio o el dolor que ésta quizás sienta. O
si aún la ama, no tiene que ver a la hija como una amante, sino sólo como su
hija. Así, la hija puede ser hija, y el padre es padre.
Además, la hija
tiene que decirle a su padre: “Ésta es mi madre. Con tu mujer anterior no tengo
nada que ver. Yo tomo a mi madre. Ella es la verdadera para mí.” A continuación
tiene que decirle a la madre: “Con la otra mujer no tengo nada que ver.” De lo
contrario, esta hija se convierte en una rival de la madre, lo cual le impide
ser hija. Así, quizás, la madre inconscientemente vea en ella a la otra mujer,
por lo que madre e hija entran en un conflicto como dos amantes rivales. En
cambio, si la hija dice: “Tú eres mi madre y yo soy la hija; con la otra no
tengo nada que ver. Te tomo a ti como mi madre. Por favor, tómame como tu
hija.”, el orden se restablece.
Pero aún existen
implicaciones mucho más graves. Por ejemplo, cuando en una familia muere un
hijo en temprana edad, frecuentemente los hijos que siguen con vida se sienten culpables
por estar vivos mientras que su hermano está muerto. Piensan que tienen una
ventaja porque viven, y que el otro está en desventaja por estar muerto. Así,
pretenden compensarlo, por ejemplo, fracasando, o sufriendo, o cayendo enfermo,
o incluso queriendo morir, sin saber por qué.
Aquí, el orden del
amor consistiría en que interiormente le dijeran a su hermano muerto: “Tú eres
mi hermano –o mi hermana–, te respeto como mi hermano y como mi hermana. En mi
corazón tienes un lugar. Me inclino ante tu destino, cualquiera que fuera, y
asumo mi propio destino, tal como me venga dado.” Así, el hijo muerto es
respetado, y los demás pueden seguir viviendo sin sentirse culpables.
Detrás de la
necesidad de compensación, que lleva a la enfermedad, actúa una idea mágica, a
saber, la idea de que yo podría redimir a otro de su destino difícil tomando
sobre mí algo difícil también. Así, un hijo le dice a su madre gravemente
enferma: “Prefiero caer enfermo yo antes que tú. Prefiero morir yo antes que
tú.” O cuando la madre quiere acabar con su vida, un hijo se suicida para que
la madre pueda quedarse.
Un ejemplo de esta
dinámica sería la anorexia. Una anoréctica se va consumiendo, va
desapareciendo, para decirlo así, hasta morirse. En su alma, esta hija le está
diciendo a su padre o a su madre: “Prefiero desaparecer yo antes que tú.” Aquí
actúa un profundo amor. Pero cuando la hija muere, ¿de qué sirve? Es un amor
absolutamente vano.
Cuando trabajo con
personas anorécticas, les pido que le miren a los ojos a su padre o a su madre
y que les digan: “Prefiero desaparecer yo antes que tú.” Si le mira a los ojos
al decirlo, hasta que realmente lo vea, ya no puede decir esta frase, porque ve
que el padre o la madre no aceptaría esto de ella. Ya que en el amor mágico se
descuida por completo el hecho de que también la otra persona ama y que
rechazaría esta idea, aparte de que sería en vano.
Cuando la madre
murió en el parto de un niño, este hijo tiene grandes dificultades para tomar
su vida. Tendría que mirar a los ojos de su madre y decirle: “Mamá, incluso por
este precio tan alto la tomo; y le sacaré provecho, en memoria tuya. Quiero que
sepas que no fue en vano.” Éste sería un amor a un nivel superior. Un amor que
exige despedirse de la imagen mágica de poder intervenir y cambiar el destino
de otra persona. Requiere el paso de un amor que enferma a un amor que sana.
La idea y el amor
mágicos van acompañados de un sentimiento de poder y de superioridad. El hijo
realmente piensa que, a través de su enfermedad y de su muerte, podría salvar a
otro de su enfermedad y de la muerte. Renunciar a esta idea únicamente es
posible a través de la humildad.
Hasta aquí los
órdenes del amor en la relación entre hijos y padres.
Aún quisiera
hablar de los órdenes del amor en la relación de pareja. Este tema nos resulta
el más inmediato. A algunos les da vergüenza, como si se tratara de algo que
habría que ocultar. Ya que, de hecho, aquello que distingue a hombres y mujeres,
aquello que realmente los diferencia, se esconde; también se podría decir, se
guarda. En realidad es el punto más vulnerable de cada persona, el auténtico
punto del pudor. En este contexto, pudor significa: guardo algo para que no
pase nada malo. Y también es el punto en el que nos sentimos más expuestos.
Así, algunos
hablan con desprecio del instinto sexual, olvidándose de que ésta es la
verdadera fuerza, la más profunda, que une y dirige todo; que obliga a cada uno
a un servicio sin poder evitarlo. Razonablemente nadie se casaría ni tendría
hijos; eso sólo lo logra este instinto. A través de él nos encontramos en
máxima sintonía con el alma del mundo. Este instinto es lo más espiritual que
existe. Toda razón y todo razonamiento se desvanecen ante la fuerza inherente a
este instinto.
Así, en un primer
lugar, el orden del amor entre hombre y mujer implica que el hombre admita que
le falta la mujer y que él, por sí solo, nunca podría conseguir aquello que una
mujer tiene. Asimismo, la mujer tiene que admitir que le falta el hombre y que
ella, por sí sola, nunca podría alcanzar aquello que el hombre tiene. De esta
manera, ambos se experimentan como incompletos, y lo admiten.
Cuando el hombre
admite que necesita a la mujer y que únicamente se convierte en hombre a través
de la mujer, y cuando la mujer admite que necesita al hombre y que únicamente
se convierte en mujer a través del hombre, esta necesidad los une – justamente
porque la admiten. Así, el hombre recibe de la mujer lo femenino, como un
obsequio, y la mujer recibe del hombre lo masculino, también en obsequio.
Ahora imagináos
que un hombre realmente desarrollara lo femenino en sí mismo, y que una mujer
desarrollara realmente lo masculino en ella misma, tal como muchos se lo
imaginan como un ideal, y que este hombre que haya desarrollado lo femenino en
sí mismo quiera unirse con una mujer que haya desarrollado lo masculino en sí
misma. ¿Qué profundidad podrá alcanzar esta relación? En el fondo no se
necesitan. En cambio, si el hombre renuncia a lo femenino en sí mismo, y la
mujer renuncia a lo masculino en ella misma, ambos se necesitan y se ven
unidos.
Cuando el hombre y
la mujer mutuamente se toman como hombre y como mujer, en un pleno sentido, a
través de la consumación de su amor se crea un vínculo. Este vínculo es
indisoluble. Esto no tiene nada que ver con la doctrina moral de la Iglesia
acerca de la indisolubilidad del matrimonio. La consumación del amor crea un
vínculo independiente del matrimonio e independiente de cualquier rito
exterior.
Que este vínculo
existe se percibe por los efectos. Así, por ejemplo, la persona que se separa a
la ligera de la pareja a la que estaba unida por la consumación del amor, por
regla general no podrá conservar a otra pareja en una segunda relación. Ya que
la segunda pareja percibe el vículo con el primer compañero, por lo que no se
atreve a tomar a la pareja plenamente. Cuando un hombre abandona a una mujer y
se vuelve a casar, la segunda mujer quizás se considere mejor, diciendo: “Ahora
lo tengo para mí.” No obstante, lo perderá. Si triunfa, lo perderá. De esta
manera, la segunda mujer reconoce el vínculo del marido con su primera mujer.
Así, tampoco
tomará al marido plenamente. En las constelaciones familiares se puede ver que
una segunda mujer se aparta algo del marido. No se atreve a ponerse cerca de él
porque no se trata del primer vínculo, sino del segundo.
La profundidad del
vínculo puede deducirse de sus consecuencias. La separación del primer amor es
la más difícil; es la que más duele. Cuando una segunda relación se separa, el
dolor es menor. En la tercera es aún menor.
Sin embargo, vínculo no equivale a amor. El amor puede ser escaso, y el
vínculo, profundo. Por otra parte, el amor puede ser profundo, y el vínculo,
ínfimo. El vínculo se crea a través de la realización sexual. Por eso, también
se desarrolla en el incesto y en la violación. Para que posteriormente se pueda
establecer un nuevo vínculo, el primero debe ser resuelto de manera positiva.
El vínculo se resuelve reconociéndolo y valorando a la primera pareja. Quien
rechaza y desprecia el primer vínculo, impide el vínculo siguiente.
El fruto del amor
entre el hombre y la mujer son los hijos. También aquí hay que tener en cuenta
un orden del amor, una jerarquía. Ésta depende del principio. Quiere decir que,
por regla general, aquello que estuvo primero también tiene prioridad sobre
aquello que vino después. En una familia, primero hubo la pareja del marido y
de la mujer. Su amor fundamenta la familia. Por tanto, su amor como hombre y
mujer tiene prioridad sobre todo lo que venga después, es decir, sobre su amor
de padres hacia sus hijos. Frecuentemente, sin embargo, los hijos absorben todo
la atención en una familia. En consecuencia, los padres en un primer lugar ya no
son pareja, sino padres. En una caso así, los hijos más bien se encuentran mal.
Donde la relación
de pareja tiene prioridad, el padre le dice a su hijo: “En ti respeto y amo
también a tu madre”. Y la madre le dice: “En ti respeto y amo también a tu padre”.
Y la mujer le dice al marido: “En nuestros hijos te respeto y te amo”. Y el
marido le dice a la mujer: “En nuestros hijos te respeto y te amo”. Así, el
amor de los padres es una continuación del amor de pareja, y es éste el que
tiene prioridad. De esta manera, los hijos se encuentran muy bien.
Algunas familias
son segundas o terceras familias, por ejemplo, cuando el marido y la mujer ya
estuvieron casados anteriormente y aportaron sus hijos del matrimonio anterior
a su nuevo matrimonio. ¿Cuál sería la jerarquía en este caso?
En un primer lugar
son padre o madre de sus hijos. Y sólo después son pareja. Su amor de pareja no
puede continuarse en estos hijos, porque ya antes fueron padres. Por tanto, la
nueva pareja tiene que reconocer que el nuevo compañero en primer lugar es
padre o madre de sus hijos, y que su mayor amor y su mayor fuerza se dirige a
sus hijos, y naturalmente, a través de los hijos, también a la pareja anterior.
Sólo después, su amor y su fuerza también fluyen hacia la nueva pareja. Donde
ambos compañeros reconocen este hecho, su amor tiene posibilidades de lograrse.
En cambio, donde
uno le dice al otro: “Yo tengo prioridad en el amor, y sólo después vienen tus
hijos”, la relación peligra. Esta actitud no puede sostenerse a la larga. Cuando,
más tarde, la pareja también tiene hijos comunes, en un primer lugar son padre
y madre de los hijos de su primer matrimonio; en segundo lugar son pareja, y en
tercer lugar son padres para sus hijos comunes. Éste sería el orden en un caso
así. Conociéndolo es posible solucionar o evitar conflictos en muchas familias.
Hasta aquí algunos
órdenes del amor en la relación entre hombre y mujer.
Al final aún os
contaré una historia en relación al amor. Se titula:
En viejos tiempos, cuando los dioses aún parecían muy cercanos a los
hombres, había en una ciudad pequeña dos cantantes, los dos del mismo nombre:
Orfeo.
Uno de ellos era el grande. Había inventado la cítara, una forma
primitiva de la guitarra, y cuando tocaba las cuerdas para cantar, la
naturaleza a su alrededor quedaba encantada. Los animales salvajes reposaban
mansamente a sus pies, los altos árboles se inclinaban hacia él: nada se
resistía a sus melodías.
Como era tan grande, cortejó la mujer más bella.
Después empezó el descenso.
Aún mientras se celebraba la boda, la bella Eurídice murió, y la copa
colmada, aún antes de llegar a sus labios, se rompió. Pero para el gran Orfeo
la muerte aún no fue el final. Mediante su arte sublime encontró la entrada a
los Infiernos, bajó al Reino de las Sombras, atravesó el Río del Olvido, logró
pasar delante del Cancerbero, llegó con vida al trono del Dios de los Muertos y
lo conmovió con su cantar.
La muerte libertó a Eurídice ¾ pero bajo una condición ...
Y tan feliz estaba Orfeo que no percibió la malicia en este favor. Emprendió el camino de vuelta oyendo, detrás de sí, los pasos de la mujer amada. Pasaron ilesos ante el Cancerbero, atravesaron el Río del Olvido, comenzaron la subida hacia la luz, ya la veían de lejos. De repente, Orfeo oyó un grito ¾ Eurídice había tropezado ¾, se giró sobresaltado, vio aún las sombras desvanecerse en la noche: estaba solo. Anegado en su dolor, cantó la canción de despedida: "¡Ay, la perdí, toda mi felicidad se fue con ella!"
El mismo encontró el camino a la luz del día, pero la vida se le había
hecho extraña entre los muertos. Cuando unas mujeres borrachas quisieron
llevarlo a la fiesta del vino nuevo, se negó, y ellas lo desgarraron vivo. Tan
grande fue su desdicha, tan vano su arte. Pero: ¡todo el mundo le conoce!
El otro Orfeo era el pequeño. No era más que un cantor, actuaba en
fiestas sencillas, tocaba para la gente sencilla, daba una alegría sencilla, y
él mismo se lo pasaba bien. Como no podía vivir de su arte, aprendió también otra
profesión, corriente, se casó con una mujer corriente, tuvo hijos corrientes,
pecaba de vez en cuando, era corrientemente feliz y murió viejo y saciado de
vida.
Pero: nadie lo conoce ¾ ¡menos yo!