Del
cielo que lleva a la enfermedad
y
de la tierra que sana
Bert
Hellinger
Lo
que aquí se dice del cielo que lleva a la enfermedad, describe lo que en la
familia y en la red familiar, como comunidades de personas unidas por el destino,
conduce a enfermedades graves, a accidentes o al suicidio; y lo que se dice de
la tierra que sana, pretende describir lo que, a veces, logra dar otro rumbo a
estas suertes.
Enfermedades
graves, o accidentes y suicidios, en el seno de la familia o de la red familiar
son desencadenados por procesos que se entrelazan con imágenes del cielo, de
sufrimiento y de expiación en lugar de otras personas, de un reencuentro después
de la muerte, y de inmortalidad personal. Estas imágenes seducen a un pensar y
desear y actuar mágicos en los que el enfermo o el moribundo cree que, a través
del sufrimiento deliberadamente aceptado, puede redimir a otros de su
sufrimiento, aunque éste forme parte de su destino.
La comunidad unida
por el destino
A
esta comunidad de personas unida por el destino ¾ en la que obran estas ideas fatales ¾ pertenecen: los hermanos, los padres y sus hermanos, los abuelos, a
veces algún bisabuelo, y todos los que hicieron sitio para uno de estos
miembros de la familia.
Entre
los que hicieron sitio cuentan: cónyuges anteriores de los padres y de los
abuelos, o relaciones comparables a un matrimonio, por ejemplo novios anteriores.
Asimismo forman parte todos aquéllos por cuya desaparición o desgracia otros
pudieron acceder a este grupo o tuvieron alguna ventaja en otro ámbito.
El vínculo y sus
consecuencias
En
esta comunidad unida por el destino todos se hallan atados a todos. Donde más
fuerza cobra el vínculo creado por el destino es de hijos a padres, entre
hermanos, y entre marido y mujer. Asimismo, se crea un vínculo especial desde
las personas que entraron en el sistema posteriormente, hacia aquéllos que
hicieron sitio para ellos, especialmente si éstos tuvieron una suerte difícil:
por ejemplo, el vínculo que se desarrolla entre los hijos de un segundo
matrimonio de un hombre hacia su primera mujer, que murió de parto. El vínculo
es menos fuerte de padres a hijos, y más débil de aquéllos que hicieron sitio
a los que les siguieron en ese lugar: por ejemplo, de una novia anterior del
marido a su mujer posterior.
Similitud y
compensación
Por
este vínculo, pues, los posteriores y más débiles pretenden sujetar a los
anteriores y más fuertes para que éstos no se vayan, o, si ya se fueron,
desean seguirles.
Por
este vínculo, los aventajados pretenden asemejarse a los que sufren la
desventaja. Así, pues, los hijos sanos quieren parecerse a sus padres enfermos,
y los pequeños, inocentes, a los grandes, culpables. Por este vínculo, los
sanos se sienten responsables de los enfermos; los inocentes, de los culpables;
los felices, de los desdichados; y los vivos, de los muertos.
Por
tanto, los que reciben la ventaja están dispuestos a arriesgar y a ofrecer
tanto su salud como su inocencia, su vida como su felicidad por la salud, la
inocencia, la vida y la felicidad de otros. Ya que albergan la esperanza de
poder asegurar o salvar la vida y la felicidad de otros miembros de esta
comunidad, renunciando a su propia vida y a su propia felicidad. Y esperan poder
recuperar y restablecer la vida y la felicidad de otros, aunque ya estén
perdidas.
Así,
pues, del vínculo, y del amor que este vínculo comporta, en la comunidad de la
familia y de la red familiar nace la necesidad imperiosa de llegar a un
equilibrio entre la ventaja de unos y la desventaja de otros, entre la inocencia
y la felicidad de unos y la culpa y la desdicha de otros, entre la salud de unos
y la enfermedad de otros, y entre la vida de unos y la muerte de otros. Es esta
necesidad la que lleva a una persona a desear también la desdicha donde otro
miembro de su sistema fue desdichado; donde otro cayó enfermo o contrajo una
culpa, una persona sana o inocente también enferma o se hace culpable; y donde
una persona querida murió, otra persona próxima a ella desea morir también.
En
el seno de esta comunidad tan estrechamente unida por el destino, el vínculo y
la necesidad de compensación llevan a la participación y a la imitación de la
culpa y de la enfermedad de otros, de su destino y de su muerte. Asimismo, se
intenta pagar la salvación de otros con la desgracia propia; la curación de
otros, con la propia enfermedad; la inocencia de otros, con la culpa o la
expiación propia; y la vida de otros, con la propia muerte.
La enfermedad sigue
al alma
Dado
que esta necesidad de semejanza y compensación anhela la enfermedad y la muerte,
por así decirlo, la enfermedad sigue al alma. Por tanto, aparte de la ayuda médica
en un sentido más estricto, la sanación requiere también la ayuda de personas
que conocen las necesidades del alma, bien sea que el médico mismo reúna ambos
aspectos, bien sea que otra persona complemente el trabajo médico, atendiendo
la psique. Ahora bien, mientras el médico se esfuerza por curar la enfermedad a
través de su tratamiento, el psicoterapeuta más bien se retiene, ya que, lleno
de asombro, se halla ante fuerzas con las que le parecería arrogante competir.
Así, pues, intenta cambiar un destino fatal estando en sintonía con estas
fuerzas, convirtiéndose más bien en su aliado que en su enemigo.
A
este respecto quisiera referir un ejemplo:
“Mejor que sea yo
que tú”
Durante
una hipnoterapia, una joven paciente de esclerosis múltiple se vio a sí misma
de niña, arrodillada delante de la cama de su madre paralítica, formulando
interiormente este propósito: “Querida Mamá, mejor que sea yo que tú.”
Para
los demás participantes del grupo fue una experiencia profundamente conmovedora
ver cuánto una hija ama a sus padres, y la mujer joven se sentía en paz
consigo misma y con su suerte. Una participante, sin embargo, no pudo soportar
ese amor dispuesto a tomar sobre sí enfermedades, dolores e incluso la muerte
por el bien de la madre. Le dijo al terapeuta:
¾ ¡Deseo de todo corazón que puedas ayudarle!
El
terapeuta se quedó perplejo; para él fue como si lo hubiera deshecho todo.
Ya
que ¿cómo es posible que alguien trate el amor de la hija como si fuera algo
malo? ¿Acaso no heriría el alma de la hija, agravando su sufrimiento en vez de
aliviarlo? ¿Acaso la hija no guardaría aún más celosamente su amor a la
madre, aferrándose aún más apasionadamente a su esperanza y a su propósito,
surgido en aquel momento, de salvar a la madre amada a través de su propio
sufrimiento?
Aún
quisiera presentar otro ejemplo más. En un grupo, una mujer joven, que también
padecía de esclerosis múltiple, configuró su familia de origen y la trama
relacional que reinaba en su seno. Así, pues, había la madre y, a su izquierda,
el padre. En frente de ellos se encontraba la paciente, como hija mayor; a su
izquierda, el hermano siguiente, que murió de un paro cardíaco a los catorce años,
y a la izquierda de éste, el hermano más joven.
Figura 1
Abreviaciones:
P
padre
M
madre
1
primera hija
+2
segundo hijo, murió a la edad de 14 años
3
tercer hijo
Partiendo
de esta constelación, el terapeuta le pidió al representante del hermano
muerto que saliera de la puerta, lo cual, en una constelación familiar,
significa morir. En el momento en el que salió por la puerta, la cara de la
hija se iluminó de golpe, y también la madre se sintió mucho mejor. Después,
el terapeuta envió fuera al hermano menor, y después, al padre, porque había
notado que también ellos tendían a salir del sistema. En cuanto habían salido
todos los hombres ¾lo cual significa que todos estaban muertos¾, la madre se enderezó con un gesto triunfante, quedando claro que era
ella la que se sabía presa de la muerte ¾cualquiera que fuera el motivo¾, y también, cuan aliviada se sentía al ver que otros estaban
dispuestos a tomar sobre sí la muerte en lugar de ella.
Figura
2
A
continuación, el terapeuta volvió a llamar a los hombres y, en su lugar, envió
fuera a la madre. De repente, todos se sintieron librados de la obligación de
participar en el destino de la madre, y se encontraban bien.
Figura
3
El
terapeuta, sin embargo, sospechaba que también la esclerosis múltiple de la
hija estuviera relacionada con el hecho de que la madre se sintiera obligada a
morir. Por tanto, hizo entrar nuevamente a la madre, la puso al lado del padre,
y llevó a la hija al lado de ella.
Figura
4
A
continuación, le dijo a la hija que mirara a la madre con amor y que le
dijera a los ojos y a la cara: “Mami, yo lo hago en tu lugar.” Al
pronunciar estas palabras, la cliente se puso radiante, y el significado y la
finalidad de su enfermedad quedaron claros para todos los presentes.
¿Qué puede hacer, pues, un médico o
un psicoterapeuta, y de qué se debe guardar?
El amor consciente
Sacar
a la luz el amor del hijo es, frecuentemente, todo lo que puede y debe hacer
un terapeuta que conoce la envergadura de ese amor. Cualquiera que sea la
carga que haya tomado sobre sí por este amor, el hijo tiene la seguridad de
estar siguiendo fielmente a su conciencia, sintiéndose noble y bueno.
Ahora
bien, en cuanto, con la ayuda de una persona entendida, haya podido salir a la
luz el amor del hijo, quizás se haga patente también que la meta de ese amor
permanece inalcanzable. Ya que ese amor alberga la esperanza de poder sanar a
la persona amada a través de sus sacrificios, de poder protegerla de la
desgracia, de poder expiar su culpa; y aunque haya muerto la persona amada,
llega al extremo de pensar que incluso podría recuperarla de entre los
muertos.
Por
tanto, si junto con el amor infantil también se hacen patentes sus fines
infantiles, el hijo, ahora adulto, quizás se dé cuenta de que con su amor y
con sus sacrificios no puede superar ni la enfermedad ni el destino ni la
muerte de otros, sino que debe encararlos con impotencia y con valentía,
asintiendo a ellos tales como son.
Así,
pues, las metas del amor infantil y los medios para alcanzarlas son "des-engañados"
en cuanto salen a la luz, ya que forman parte de un concepto mágico del mundo
que resulta insostenible ante el conocimiento del adulto. El amor, sin
embargo, perdura. Una vez descubierto, el mismo amor que en otros momentos
llevaba a la enfermedad, ahora se une al conocimiento para buscar otra solución,
solución consciente, neutralizando así las influencias enfermizas donde aún
sea posible. En este sentido, el médico y otros terapeutas quizás puedan señalar
determinados pasos ¾ pero sólo si el amor del hijo, porque ellos lo vieron, permanece a la
luz, y sólo si este amor, por su reconocimiento, puede dirigirse a algo nuevo
y más grande.
Anorexia
En
muchos casos descubrimos como condición previa de una enfermedad mortal la
decisión del hijo o de la hija ante una persona amada: "Prefiero
desaparecer yo antes que tú." En una anorexia, la decisión es ésta:
"Prefiero desaparecer yo antes que tú, querido Papá." En la
esclerosis múltiple de nuestro ejemplo el propósito fue: "Prefiero
desaparecer yo antes que tú, querida Mamá."
Una dinámica similar se encontraba antes en
los casos de tuberculosis y sigue siendo actual en los casos de suicidio y de
accidentes mortales.
“Aunque tú te
vayas, yo me quedo”
¿Cuál
sería, pues, la solución que realmente ayuda y sana cuando esta dinámica
aparece en la conversación con el enfermo?
Toda
buena descripción de un problema siempre contiene ya su solución, y ésta
obra ya a través de la misma descripción. La solución comienza en el
momento en el que se descubre la frase nociva y el paciente la pronuncia y la
afirma ante la persona amada, con toda la fuerza del amor que le impulsa:
"¡Prefiero desaparecer yo antes que tú!" En este punto es
importante que la frase se repita hasta que la persona amada aparezca
realmente como persona y, a pesar de todo el amor, se perciba y se reconozca
como separada del propio yo. De lo contrario, se mantienen la simbiosis y la
identificación, malográndose la distinción y la separación fundamentales
para una solución.
En
cuanto se logra pronunciar esta frase con amor, se trazan unos límites claros,
tanto alrededor de la persona amada como alrededor del propio yo, separando así
el propio destino del de la otra persona. Además, la frase obliga a la
persona a ver no sólo su propio amor, sino también el amor de la persona
amada. Y la obliga a darse cuenta de que aquello que pretende hacer en lugar
de la persona amada, más bien supone una carga para ésta en vez de ayudarle.
Entonces
también es el momento de decirle aún otra frase más a la persona amada:
"Querido padre, querida madre, querido hermano, querida hermana ¾quienquiera que sea¾,
aunque tú te vayas, yo me quedo." A
veces, sobre todo si la frase se dirige al padre o a la madre, el paciente aún
añade: "Querido padre, querida madre, bendíceme, aunque tú te vayas y
yo aún me quede."
Contaré un ejemplo:
El
padre de una mujer tenía dos hermanos disminuidos, el uno sordo, el otro psicótico.
El mismo sentía la necesidad de unirse a sus hermanos para compartir su
suerte y mostrar su lealtad con ellos, ya que no podía soportar su propia
felicidad al lado de la desdicha de ellos. Su hija, sin embargo, notó el
peligro y saltó a la brecha: en lugar de su padre, se puso ella al lado de
los hermanos, y en su corazón le decía al padre: "Querido Papá,
prefiero irme yo con tus hermanos antes que tú." Y: "Querido Papá,
prefiero compartir yo su desgracia antes que tú." ¾ La hija desarrolló una anorexia.
¿Pero
cuál sería la solución para ella? Tendría que pedirles a los hermanos del
padre, aunque sólo fuera en su interior: "Por favor, bendecid a mi padre
si se queda con nosotros, y bendecidme a mí si me quedo con mi padre."
“Te sigo”
Detrás
del deseo del padre, o de la madre, de desaparecer, deseo que el hijo pretende
evitar con la frase de "mejor que sea yo que tú", por parte de los
padres frecuentemente se halla otra frase que ellos pronuncian como hijos
hacia sus propios padres o hermanos, cuando éstos murieron pronto o
estuvieron seriamente enfermos o disminuidos. La frase es ésta: "Te sigo."
O, más concretamente: "Te sigo a tu enfermedad", o: "Te
sigo a la muerte".
Así,
pues, la primera frase que obra en la familia es: "Te sigo". También
en este caso se trata de la frase de un niño; pero más tarde, cuando estos
niños ya se hayan convertido en padres ellos mismos, sus hijos, a su vez,
evitan que la cumplan, diciendo: "Mejor que sea yo que tú."
“Aún viviré
un poco”
Donde
aparece la frase de "te sigo" como trasfondo de enfermedades graves,
de accidentes o de intentos de suicidio, la solución que ayuda y que sana sería
también que el hijo le diga y le prometa a la persona amada, con toda la
fuerza del amor que le mueve: "Querido padre, querida madre, querido
hermano, querida hermana ¾o quien sea¾,
te sigo." También aquí es importante que la frase se repita todas las
veces necesarias hasta que la persona amada sea vista como una persona real y,
a pesar de todo el amor, pueda ser percibida y reconocida como separada del
propio yo. Así, el hijo se da cuenta de que su amor no supera la frontera
entre él y la persona amada muerta, y de que tiene que parar ante estos límites.
También aquí, la frase obliga a reconocer tanto el propio amor del hijo como
el amor de la persona amada, y a comprender que ésta puede llevar y cumplir
su destino con más facilidad cuando no le sigue nadie, sobre todo no su
propio hijo.
Así, pues, el hijo puede decirle también una
segunda frase a la persona amada que murió, la frase principal que le libera
y le redime de la obligación de imitar su suerte fatal: "Querido padre,
querida madre, querido hermano, querida hermana ¾o quien sea¾,
tú estás muerto / muerta, yo aún viviré un poco, después moriré también."
Cuando
el hijo ve que uno de sus padres quiere seguir a alguien de su propia familia
de origen a la enfermedad o a la muerte, tiene que decirle: "Querido
padre, querida madre, aunque tú te vayas, yo me quedo." O: "Aunque
te vayas, te recuerdo con cariño, y siempre seguirás siendo mi padre / mi
madre." O, cuando uno de los padres se suicidó: "Respeto tu decisión
y tu destino. Siempre seguirás siendo mi padre / mi madre, y yo siempre
seguiré siendo tu hijo."
La fe que lleva a la
enfermedad
Ambas
frases, "mejor que sea yo que tú" y "te sigo", se dicen y
se cumplen con la conciencia tranquila y con la convicción de ser inocente.
Al mismo tiempo, corresponden al mensaje y al ejemplo cristianos, por ejemplo
a las palabras de Jesús en el Evangelio según San Juan: "Nadie tiene
mayor amor que el que da su vida por sus amigos", y también corresponden
a la exhortación a sus discípulos de seguirle en el camino de la cruz hasta
la muerte.
La
doctrina cristiana de la redención a través del sufrimiento y de la muerte,
y el ejemplo de santos y héroes cristianos afirman la convicción y la
esperanza del niño de poder tomar sobre sí la enfermedad, la desgracia y la
muerte en lugar de otros. Asimismo, afirman la idea de que, pagándole a Dios
y al destino con su propio sufrimiento y con su propia enfermedad, podría
librar a otros de su sufrimiento y de su enfermedad, o salvarlos de su muerte
muriendo él mismo. Y si en la tierra no lograra su salvación, nuevamente
podría encontrar a las personas amadas que la muerte le arrebató, perdiendo
como ellos la vida y volviendo a encontrarla, según cree, a través de la
muerte.
El amor que sana
En
estas implicaciones, la sanación y la salvación se hallan más allá de la
mera intervención médica o terapéutica. Exigen una realización religiosa,
una conversión a algo más grande, que sobrepasa y despoja de su poder todo
pensar y desear mágicos. Este algo más grande sería ¾ a diferencia de la promesa engañosa del cielo ¾ la tierra. Quien afirma la tierra, con ella afirma tanto su plenitud
como también su principio y su final. A veces, el médico u otra persona que
acompaña a la persona afectada, puede preparar y apoyar esta realización.
Esta, sin embargo, no está a su disposición ni sigue a ningún método, como
si de causa y efecto se tratara. Cuando se logra, pide lo último y se vive
como una gracia.
Como ejemplo de esta conversión a algo más
grande quisiera contar una historia:
Fe y Amor
Un hombre, en sueños, oyó una noche la voz de Dios, diciendo: "Levántate, toma a tu hijo,
a tu único y bienamado, llévalo al monte que te señalaré, y allí ofrécemelo
en holocausto."
Por la mañana, el hombre se levantó, miró a su hijo, su único y
bienamado, miró a su mujer, la madre del niño, y miró a su Dios. Cogió al
niño, lo llevó al monte, construyó un altar, le ató las manos y sacó el
cuchillo para sacrificarlo. Pero en ese momento oyó otra voz, y en lugar de
su hijo sacrificó un cordero.
¿Cómo mira el hijo al padre?
¿Cómo el padre al hijo?
¿Cómo la mujer al hombre?
¿Cómo el hombre a la mujer?
¿Cómo miran ellos a Dios?
¿Y cómo los mira Dios ¾ suponiendo que exista ¾ a ellos?
También otro hombre, por la noche, oyó en sueños la voz de Dios,
diciendo:
"Levántate, toma a tu hijo,
tu único y bienamado, llévalo al monte que te señalaré, y allí ofrécemelo
en holocausto."
Por la mañana, el hombre se levantó, miró a su hijo, su único y
bienamado, miró a su mujer, la madre del niño, y miró a su Dios. Y le
respondió, cara a cara:"¡No lo haré!"
¿Cómo mira el hijo al padre?
¿Cómo el padre al hijo?
¿Cómo la mujer al hombre?
¿Cómo el hombre a la mujer?
¿Cómo miran ellos a Dios?
¿Y cómo los mira Dios ¾ suponiendo que exista ¾ a ellos?
La enfermedad como
expiación
Otra
dinámica que conduce a enfermedades y al suicidio, a accidentes y a la muerte,
es el deseo de expiar una culpa.
A
veces, se concibe como culpa lo que sobrevino de forma imprevista o lo que se
sustrajo a toda influencia humana, por ejemplo, un aborto, o la enfermedad, la
disminución o la muerte temprana de un hijo. En estos casos es de gran ayuda
mirar a los muertos con amor, encarar el dolor, y dejar en paz lo que ya esté
pasado.
Asimismo,
cuando el destino de una persona encierra incidentes que a otros les causaron
algún daño, mientras que para él resultaron ser ventajosos, o incluso les
debe su salvación o su vida, también estos hechos se viven como una culpa;
por ejemplo, si la madre de un niño muere en el parto.
Pero
también existe la culpa real, responsabilidad personal de una persona; por
ejemplo, donde alguien abortó un hijo o lo dio para la adopción sin que
hubiera ninguna necesidad auténtica, o si, sin escrúpulos, exigió o hizo
algo grave a otra persona.
Frecuentemente
se pretenede reparar la culpa personal, o que forma parte de un destino, a
través de la expiación, pagando el daño hecho, dañándose a sí mismo,
"saldando" la culpa a través de la expiación y, según se cree,
compensándola de esta manera.
También
estos procesos, por muy perjudiciales que sean para todos los implicados, son
fomentados por enseñanzas y ejemplos religiosos, por ejemplo la fe en el
sufrimiento y la muerte redentores, y la fe en la purificación del pecado y
de la culpa a través del autocastigo o del sufrimiento sobrevenido desde
fuera.
La compensación a
través de la expiación causa un doble sufrimiento
La
expiación sacia nuestra necesidad de compensación. Pero si la compensación
se busca a través de enfermedades, accidentes o de la muerte, ¿qué se logra
realmente? En lugar de un perjudicado hay dos, y en lugar de un muerto aún
hay otro más. Aún peor: para las víctimas de la culpa, la expiación
significa un doble daño y una doble desgracia, puesto que su desgracia nutre
otra desgracia, su daño aún causa más daño, y su muerte aún trae la
muerte a otras personas.
Pero
también hay que tener en cuenta otro aspecto más: la expiación es barata.
Al igual que en el pensar y actuar mágicos, donde la salvación de otros únicamente
se gana a través de la propia desgracia, pensando que el propio sufrimiento
bastaría para redimir al otro, así también ocurre en la expiación: sólo
basta con sufrir o morir, sin tener en cuenta la relación ni ver al otro, y
sin sentir el dolor por su desgracia teniéndolo presente como persona, y sin
que, después, con su asentimiento y con su bendición, haya que hacer nada
para otros.
Por
tanto, también en la expiación se intenta pagar una deuda devolviendo
exactamente lo mismo. También aquí, el actuar se sustituye por el sufrir, la
vida por la muerte, y la culpa por la expiación, de manera que también aquí
bastan el sufrimiento y la muerte sin actuar ni esforzarse. Y al igual que la
desgracia , el sufrimiento y la muerte aún aumentan y crecen a través de las
frases de "mejor que sea yo que tú" y "te sigo" una vez
realizadas, así también en el caso de la expiación realizada.
Un
hijo, cuya madre murió al darle la vida a él, siempre se sentirá en deuda
con ella, ya que ella pagó su vida con su propia muerte. Ahora bien, si el
hijo lo expía haciéndose sufrir a sí mismo, es decir, si se niega a tomar
su vida aunque sea al precio de la vida de su madre, o si en expiación
incluso se suicida, la desgracia resulta doblemente grave para la madre.
Así, el hijo no toma el obsequio de la vida que ella le dio, ni tampoco
respeta su amor ni su voluntad de dárselo todo. Su muerte, por tanto, fue en
vano; aún más: en vez de dar vida y felicidad, aún produciría más
desgracia, y en lugar de un muerto habría dos.
Si
pretendemos ayudarle a un hijo en esta situación, tenemos que tener en cuenta
que en su interior siente tanto el deseo de expiar como también el deseo de:
"Mejor que sea yo que tú", y: "Te sigo". Así, pues, únicamente
podemos influir positivamente sobre el deseo nefasto de expiar si también
logramos encontrar la solución positiva para las frases de "mejor que
sea yo que tú" y "te sigo".
La compensación a
través del tomar y de los actos de reconciliación
¿Cuál
sería, pues, una solución para este hijo, adecuada para él y para su madre?
El hijo tendría que decir: "Querida Mamá, ya que pagaste un precio tan
alto por mi vida, que no haya sido en vano; le sacaré provecho, en tu memoria
y en tu honor."
En
consecuencia, el hijo tiene que actuar en vez de sufrir, rendir en vez de
fracasar, y vivir en vez de morir. De esta manera, su unión con la madre sería
muy diferente que siguiéndole a la desgracia y a la muerte.
Pereciendo
en una unión simbiótica con la madre, su vínculo es tan solo inconsciente y
ciego. En cambio, si realiza algo que fomente la vida, en memoria de su madre
y de su muerte, si toma su vida haciendo que también otros participen en ella,
su unión con la madre es totalmente distinta: se encuentra delante de ella
mirándola con amor. Ya que si de esta manera toma su vida, conduciéndola a
su plenitud, el hijo tiene presente a su madre y la lleva en su corazón. Así,
de la madre al hijo fluyen la bendición y la fuerza, porque por amor a ella
convierte su vida en algo especial.
A
diferencia de la compensación procurada a través de la expiación, que no es
más que una compensación a través de la fatalidad, del daño y de la muerte,
ésta sería la compensación positiva. Sin embargo, a diferencia de la
compensación a través de la expiación, que resulta barata y perjudicial,
que toma sin llegar a la reconciliación, la compensación positiva es cara.
Pero ella aporta la bendición, permitiendo que la madre se reconcilie con su
destino, y el hijo con el suyo. Ya que lo positivo que el hijo realiza en
memoria de su madre se logra a través de ella; a través de su hijo, la madre
participa en ello. Ella sigue viviendo y actuando en los actos de su hijo.
A
diferencia de la compensación mágica, ésta sería la compensación que
corresponde a la tierra. Sigue a la comprensión de que nuestra vida es única
y que, pasando, hace sitio para la vida futura, y, aunque ya haya pasado,
nutre la vida presente.
La expiación
sustituye la relación
Mediante
la expiación evitamos encarar la relación, ya que a través de la expiación
tratamos la culpa como un asunto en el que se paga el daño con algo que nos
cueste personalmente. ¿Pero qué puede conseguir esta expiación cuando he
cometido una injusticia con una persona, llevándola a la desgracia y causándole
daños físicos y psíquicos irreparables? Sólo puedo procurar mi propia
descarga a través de la expiación dañándome a mí mismo y perdiendo de
vista al otro. Puesto que si centro mi atención en el otro, tengo que
reconocer que con mi expiación pretendo borrar algo que no puede ser disuelto.
Lo
mismo se aplica a la culpa como responsabilidad personal. Frecuentemente, una
madre pretende expiar un aborto o la pérdida de un hijo por otras razones,
contrayendo una enfermedad mortal, o abandonando la relación con el marido y
el padre del niño, o renunciando a relaciones posteriores. También la
expiación de una culpa personal se realiza de manera inconsciente, incluso a
pesar de su negación o de la explicación a un nivel consciente.
A
veces, aparte de la necesidad de expiación, las madres desarrollan el deseo
de seguirle al hijo muerto, de la misma manera que un hijo desea seguirle a su
madre muerta. Pero ¾
así podemos suponer ¾
también un hijo que murió por culpa de la madre le dice: "Mejor que sea
yo que tú." Así, pues, si la madre, para expiar su culpa, cae enferma o
muere, la muerte del hijo ofrecida por la madre fue en vano.
También
en la culpa personal la solución consiste en sustituir la expiación por
actos de reconciliación. Esto se logra mirándole a los ojos a la persona que
se trató injustamente o a la que se causó un daño grave. Así, por ejemplo,
la madre debe mirar al hijo abortado, o no reconocido, o abandonado, hasta que
aparezca ante ella como una persona real, y decirle: "Lo siento", y:
"Ahora te doy un lugar en mi corazón", y: "Lo repararé hasta
donde aún pueda hacerlo", y: "Quiero que participes en lo bueno que
hago en tu memoria, pensando en ti". Así, la culpa no sería en vano, ya
que lo bueno que la madre ¾o quienquiera que sea¾
realiza en memoria de este hijo, teniéndolo presente, se realiza con el hijo
y a través de él. Este tiene parte en los actos de la madre y, durante un
tiempo, permanece unido a ella.
En la tierra, la
culpa pasa
Y
aún otro aspecto merece especial atención en el tema de la culpa: ésta pasa,
y debe tener la posibilidad de pasar. Sólo ante el cielo existe la culpa
eterna; en la tierra es efímera y, como todo en la tierra, realmente pasa al
cabo de un tiempo.
La enfermedad como
expiación, en lugar de otra persona
Frecuentemente,
la culpa y la expiación son asumidas en lugar de otros miembros de la familia
o de la red familiar. Así, también en relación a la culpa o a la expiación,
un hijo o un cónyuge dicen: "Mejor que sea yo que tú", tomando
sobre sí la culpa y sus consecuencias si otros se niegan a hacerlo.
En
un grupo, una madre contó que se había negado a acoger en su casa a su madre
anciana, llevándola a una residencia. La misma semana, una de sus hijas
desarrolló una anorexia, empezó a ponerse de negro y a visitar una
residencia geriátrica para cuidar a personas ancianas dos veces a la semana.
Pero nadie, ni siquiera la hija, se había percatado de la relación entre
ambos hechos.
La enfermedad como
consecuencia de la negación de tomar a los padres
Otra
actitud que conduce a enfermedades graves es la negación del hijo de tomar a
sus padres con amor y de honrarlos como sus padres. Tales hijos se elevan
sobre la tierra porque ante un cielo u otra instancia superior se consideran
mejores y elegidos. Así, por ejemplo, existen casos de enfermos de cáncer
que prefieren morir antes de inclinarse ante su madre o su padre.
Honrar
a los padres significa honrar a la tierra
Quien
cree en el cielo, quizás cree que con la ayuda del cielo podría elevarse
sobre la tierra y sobre sus padres. Honrar a los padres, sin embargo,
significa honrar a la tierra. Honrar a los padres significa tomarlos tales
como son, y honrar a la tierra significa tomarla y amarla tal como es: con la
vida y la muerte, con la salud y
la enfermedad, con el principio y el
final. Esta, sin embargo, es la realización auténticamente religiosa, que
antes se llamaba entrega y adoración. La experimentamos como último
desprendimiento, que da todo y toma todo, y que toma todo y da todo ¾ con amor.
A
este respecto aún contaré una historia. Podría titularse "Dos
Felicidades", pero aquí la llamo:
Ser y No-Ser
Un monje, que estaba a la búsqueda,
pidió a un mercader
una limosna.
El mercader, por un momento,
lo miró
y preguntó al dársela:
¾ ¿Cómo puede ser que tú
a mí me tengas que pedir
aquello que te falta para tu sustento,
y, al mismo tiempo, me menosprecies a mí
y también mi vida,
cuando nosotros te concedemos lo que necesitas?
El monje respondió:
¾ Comparado con lo Último
que busco,
todo lo demás parece poco.
El mercader, empero, volvió a preguntar:
¾ Si un Último existe,
¿cómo puede ser algo
que pueda buscar o encontrarse,
como si al final de un camino se hallara?
¿Cómo podría uno
salir a su encuentro y,
como si entre otras muchas cosas fuera una,
apoderarse de ello?
¿Y cómo, por otra parte,
podría uno volverle las espaldas
y, menos que otros,
ser llevado por ello
o estar a su servicio?
El monje contestó:
¾ Lo Último encuentra
el que renuncia
a lo cercano y lo presente.
El mercader, empero, siguió razonando:
¾ Si un Último existe,
es próximo a cada uno,
aunque, como en todo Ser un No-ser
y en todo Ahora un Antes y un Después,
escondido
en aquello que aparece
y permanece.
Comparado con el Ser,
que experimentamos como pasajero y limitado,
el No-ser nos parece infinito,
igual que el De Dónde y el Adónde
comparado con el Ahora.
El No-ser, sin embargo,
se nos revela
en el Ser,
igual que el De Dónde y el Adónde
en el Ahora.
El No-ser, como la noche
y la muerte,
es principio sin conocimiento,
y sólo brevemente,
igual que un relámpago,
nos destella su mirada
en el Ser.
Así, lo Último
también a nosotros
se nos acerca sólo en lo próximo,
y resplandece
ahora.
Ahora también el monje preguntó:
¾ Si lo que dices fuera la
verdad,
¿qué quedaría aún
para ti y para mí?
El mercader le dijo:
¾ Aún nos quedaría
para un tiempo
la Tierra.
A ejemplo del trabajo con Constelaciones Familiares: Astrid : "Te sigo"