¿Expiación o reconciliación? para perpetradores y víctimas de la
violencia
en una comunidad unida por un destino.
Compuesto
a partir de diveros escritos de Bert Hellinger por Humberto del Pozo (Poieticas
S.A.: Teléfono 3692603 o celular 8113209.)
Hay
una psiquis familiar que viaja silenciosa e inadvertidamente a través de las
generaciones controlando aspectos fundamentales de nuestra conducta. Estos
procesos provienen de trastornos no reconocidos en los sistemas familiares. La
mayor parte de las familias tienen secretos. Muchas familias tienen asuntos
ocultos. No es a propósito, sucede porque no somos conscientes de la psiquis de
nuestra familia, que gobierna muchas de nuestras conductas.
Bert
Hellinger ha descubierto cómo identificar y trabajar con estas leyes
inconscientes a través de una
forma de hacer psicoterapia en grupos, (con 50 y hasta 200 o más personas
sentadas en semicirculos concentricos, en una sala grande) en que los
participantes observan y algunos se ofrecen para representar a personas en otras
"CONSTELACIONES FAMILIARES",
ayudándolo a enfocar y concentrarse inmediatamente en la solución, y a
demostrar cómo el amor, incluso cuando ha sido dañado y mal dirigido, puede
ser transformado en una fuerza sanadora.
Sanación en el Alma de
aquellos que han sido perpetradores y víctimas de hechos de violencia.
Los
seres humanos somos tales como miembros de una comunidad de personas unidas por
el destino. Y el daño que hacemos a otros miembros de la comunidad o el que le
sucede a miembros de ella siempre afecta el alma de otros miembros de nuestra
familia más directa o de la red familiar a la que estamos psiquicamente
estrechamente unidos.
La
familia y la red familiar tienen un alma y una conciencia comunes que vinculan y
dirigen a los miembros de la familia de acuerdo con un orden mayormente
inconsciente, de manera similar a la que el alma vincula y gobierna los miembros
y órganos del cuerpo.
Es
decir, el alma actúa en la familia y en la red familiar como si de un cuerpo
extenso se tratara. Y de la misma manera que podemos, paso a paso y a través de
la observación y de la experiencia, comprender e influir sobre los órdenes que
determinan la interacción entre los diversos órganos del cuerpo, así también
podemos, paso a paso y a través de la observación y de la experiencia, aclarar
los órdenes que determinan la interacción entre los diferentes miembros de una
familia.
En
un primer lugar nos llama la atención que, al igual que el cuerpo, también la
familia y la red familiar tienen unos límites exteriores. Es decir, el alma
familiar únicamente vincula de esta manera especial a determinados miembros de
la familia, dirigiéndolos a través de una conciencia común. Así, pertenecen
a esta familia y a la red familiar: los hermanos, los padres y sus hermanos, los
abuelos, a veces, alguno de los bisabuelos, e incluso antepasados más lejanos
si tuvieron una suerte especial. Otros familiares, como por ejemplo primos, ya
no cuentan entre ellos.
Aparte
de estos parientes consanguíneos, también pertenecen a la familia y a la red
familiar aquellas personas extrañas a la misma, por cuya desaparición o muerte
otros en la familia y en la red familiar tuvieron una ventaja. Entre éstos
cuentan sobre todo parejas anteriores de los padres y abuelos.
Sin
embargo, aún existen otras similitudes entre el actuar del alma en el cuerpo y
el actuar del alma en la familia y en la red familiar. De la misma manera que el
alma vela por la integridad del cuerpo, también vela por la integridad de la
familia y de la red familiar. Así, procura, por ejemplo, compensar la pérdida
de un miembro a través de otro miembro que representa a aquél. Este es uno de
los motivos por los que determinados miembros de una familia se ven implicados
en el destino de otros miembros, especialmente, anteriores.
Y
de la misma manera que, en caso extremo, el cuerpo tiene que renunciar a uno de
sus órganos que pone en peligro la salud de los demás, así también la
familia, a veces, debe separarse de uno de sus miembros si su permanencia pone
en peligro a otros en la familia.
Familia y enfermedad
A
continuación, presentaré algunos ejemplos para ilustrar el desarrollo de
implicaciones familiares enfermizas y amenazantes para la vida, y para señalar
las posibilidades de evitarlas o de librarnos de ellas.
Cuando
la familia pierde uno de sus miembros, por ejemplo muriendo el padre o la madre
tempranamente, frecuentemente uno de los hijos le dice interiormente: “Te
sigo.“ Frecuentemente, un hijo en esta situación quiere morir también, sea
por enfermedad, por accidente o por suicidio. Aunque el hijo no lleve a la práctica
esta frase pronunciada interiormente, muchas veces siente una especial afinidad
con la muerte, y el anhelo de morir.
O
cuando un hijo pierde a un hermano, por ejemplo un niño nacido muerto o
fallecido en temprana edad, también le dice: “Te sigo.“
Cuando
un famoso corredor motonáutico durante una carrera volcó con su lancha y murió,
también su hija comenzó a participar en carreras motonáuticas. También ella
tuvo un accidente grave durante una carrera, pero sobrevivió. Cuando, más
tarde, la preguntaron qué había pensado en ese momento, respondió: ¾
Sólo una cosa: ‘¡Papá, ya voy!’
Detrás
de la frase de “te sigo“ se halla el amor profundo con el que el alma
vincula al niño con su familia, actuando durante toda la vida de una persona.
Este amor es más fuerte que la muerte y es ciego. Cree que a través de la
muerte podría superarse la separación y que, por el propio sufrimiento y la
propia muerte, otros en la familia podrían ser redimidos. Una constelación
familiar nos brinda la oportunidad de sacar a la luz la inutilidad y la ceguera
de este amor. A través de los comentarios y sentimientos expresados por los
representantes, el hijo se da cuenta de que los muertos aman a los vivos con el
mismo amor que los vivos sienten para a ellos; que el deseo de los vivos de
seguirles les duele en vez de alegrarles; que no quieren que su muerte también
traiga la muerte a otros; que se sienten aliviados cuando los vivos se
encuentran bien, y que bendicen a los vivos para que aún se queden.
Detrás
de la frase de “te sigo“, aún se halla otra dinámica más: la necesidad
elemental de compensación y expiación. Frecuentemente, los vivos se sienten
culpables cuando ellos viven, mientras otros miembros de la familia ya están
muertos, y se sienten aliviados muriendo ellos mismos. En un caso así, les
ayuda el inclinarse ante los muertos y decirles: “Yo aún vivo un poco, después
también moriré.“ Así, ya no experimentan la vida como una arrogación, y
pueden tomarla mientras dure. Otra frase beneficiosa para los vivos es ésta:
“En tu memoria, aún me quedo un poco.“ O, en el caso de un hijo que
pretende seguirles a sus padres
muertos, le ayuda la siguiente frase: “Honro y valoro lo que me disteis. Le
saco provecho en vuestra memoria y lo mantengo mientras me esté permitido.“
Así, la necesidad impulsiva de vinculación y compensación se cumple de una
manera más extensa. Este sería un logro superior y espiritual del yo, que pide
un cierto desarrollo ¾también
podría hablarse de un paso evolutivo¾,
abandonando lo estrecho para dirigirse a lo más amplio, superando los límites
del alma del grupo para llegar a las dimensiones de la Gran Alma.
Vivos y muertos
Cuando
una persona se siente irresistiblemente atraída por los muertos, se puede hacer
un ejercicio muy simple con él. Se le pide que cierre los ojos, que lentamente
se centre en su interior, y que, después, vaya más allá de ese centro,
volviendo lejos, a los muertos que le atraen. Una vez llegado allí, se echa a
su lado, esperando que algo le llegue de ellos, sea lo que sea. Él lo recibe en
su interior hasta sentirse colmado. Después, nuevamente se pone en camino para
volver de los muertos a los vivos, hasta llegar a su centro, y aún más hacia
arriba ¾
y abre sus ojos.
Muchos
vivos quieren ir con los muertos. Pero cuando los vivos respetan a los muertos,
éstos vienen a ellos ¾
y se muestran afables. Vienen y, a alguna distancia, están presentes con
afabilidad.
Algunos
piensan que los muertos son desdichados. Pero también podríamos decir: “Han
llegado y están en paz.“ Sólo los vivos aún sufren vicisitudes; los muertos
están en paz.
Una
imagen muy difundida es que los muertos han desaparecido: están enterrados y,
por tanto, han desaparecido. Después, aún se les pone una lápida para que no
vuelvan a salir. Este era el significado original de la lápida, ya que,
anteriormente, ésta se colocaba echada. Pero que los muertos hayan desaparecido
es una imagen extraña.
Martin
Heidegger tiene otras imágenes a este respecto. El dice: De lo oculto surge
algo a lo no oculto, y después, vuelve a descender a lo oculto. Lo oculto está
presente a la manera de lo oculto. Pero no ha desaparecido: surge y vuelve a
descender.
También
la verdad obedece a esta ley: surge de lo oculto, y vuelve a descender. Por eso,
tampoco podemos asirla. Algunos piensan que la verdad es válida y eterna, como
si la tuviéramos en nuestras manos. Pero no: tan sólo se muestra brevemente
para volver a descender.
Por
eso, siempre que surge, aparece de manera diferente. Es un reflejo de lo oculto
que sale a la luz.
Así,
también la vida surge de lo oculto, que no conocemos, a lo no oculto, y vuelve
a descender. Lo realmente grande es lo oculto. Aquello que está a la luz no es
más que algo transitorio y pequeño en comparación con lo grande.
También
los muertos están en lo oculto; pero su influencia alcanza hasta lo no oculto.
Cuando se les permite actuar, la vida es sostenida por ellos.
Pero
quien desciende a lo oculto antes de tiempo, peca contra este movimiento.
Asimismo, quien permanece en la vida más allá de su tiempo, quien se agarra a
la vida más allá de su tiempo, falta contra la corriente que sale a la luz y
vuelve a descender a lo oculto. Ambas actitudes se oponen a la corriente: el
abandonar la vida demasiado rápido, antes de tiempo ¾
sería como un desprecio de aquello que está a la luz ¾,
y también el sujetar la vida aunque el tiempo haya terminado. Una vez terminado
el tiempo, corresponde soltarse y descender.
Como
terapeuta me sirvo de la ayuda de los muertos para mantener con vida a los
vivos, mientras corresponda y hasta donde tenga el derecho de hacerlo. Pero
cuando se muestra que el tiempo se ha consumido, no sujeto a nadie. Espero
atentamente, pero sin intervenir. No me opongo a los destinos ni a la corriente,
como si pudiera o debiera evitar el descenso, sino que estoy en harmonía con
ellos.
En
estos procesos tan profundos, tratándose de vida o muerte, podemos ver como, a
veces, se vislumbra una solución y que el paciente la acepta durante un tiempo,
pero después vuelve a descender. También aquí asiento. Porque no sabemos si
la suerte que el individuo elige, o a la que se rinde, en el fondo no será lo más
apropiado para él; si no tendrá una grandeza oculta que los ajenos no llegamos
a captar.
Esta
actitud tiene algo tranquilizante, algo profundo. Nos permite movernos tanto en
un ámbito como en el otro, estando unidos, también en la vida, con el
fundamento último.
La expiación
A
veces, sin embargo, una persona viva debe ir con los muertos y permanecer a su
lado, por ejemplo, un asesino. De lo contrario, en su lugar irán sus hijos, y aún
sus nietos y bisnietos. Los asesinos quedan vinculados de manera indisoluble con
sus víctimas. Por tanto, deben abandonar a sus familias y ponerse al lado de
sus víctimas. Este paso parece duro, pero cualquier otro camino trae
consecuencias nefastas para personas inocentes, a través de muchas
generaciones.
Aportaré
un ejemplo. Una mujer joven comentó en un grupo que, desde que nacieron sus dos
hijas, tenía la sensación segura de que debía morir pronto, y que había algo
pendiendo sobre ella que no lograba captar. Configuró su familia de origen,
y salió a la luz que su representante miraba a alguien que no estaba
presente. Al comentar este hecho, la mujer dijo:
¾
Estoy mirando hacia el pasado, a mi padre y a mi abuelo.
Su
padre se había suicidado cuando ella tenía un año, y el abuelo había sido
miembro de la SS y había fusilado a mujeres y niños judíos.
A
continuación, se introdujo un representante del asesino y otro del hijo, y para
los niños judíos asesinados se pusieron diez representantes enfrente de la
familia. La representante de la cliente ni siquiera miró a esos niños, ni dijo
nada al respecto, como si, al igual que su abuelo, no sintiera ninguna compasión
con ellos. Su hija menor, sin embargo, es decir, la bisnieta del asesino, dijo
que sentía la necesidad imperiosa de acercarse a los niños judíos muertos y
de ponerse a su lado. Estos son los efectos de un asesinato, a través de
generaciones, cuando un asesino rechaza el vínculo que lo une con los muertos y
cuando éstos no son valorados ni respetados.
Como
siguiente paso se le pidió a la mujer que se estirara en el suelo delante de
los niños muertos, y que ¾
después de un tiempo en el que lloró mucho ¾
junto con sus hijas se arrodillara delante de ellos y los mirara. Así, los
muertos encontraron un poco de paz. Se entristecían y se sentían como si
volvieran a vivir. Se compadecían de la mujer y de sus hijas, especialmente de
la más joven, que quería ponerse a su lado. Pero aún no se había encontrado
la paz definitiva, pues del asesino mismo percibían una amenaza, sintiendo una
angustia mortal. Sólo cuando a éste se le dijo que saliera de la sala ¾
gesto que simboliza la muerte ¾,
los niños muertos empezaron a encontrarse mejor. Toda su atención y compasión
se centraba ahora en la mujer afligida y en sus hijas, y esperaban que de ella
saliera algo que pudiera librar a sus hijas.
Mientras
tanto, el padre de la mujer, que se había suicidado, quiso ponerse delante de
su hija y de sus nietas para protegerlas y evitar que les siguieran a los niños
judíos a la muerte. Su deseo era ponerse al lado de los muertos en lugar de
ellas y en lugar de su padre. Pero, en contra de lo que piensan los vivos, los
muertos no querían la muerte de los inocentes.
Después,
se les pidió a las hijas que se pusieran entre sus padres. Éstos las cogieron
de las manos, se inclinaron profundamente ante los niños judíos muertos, les
miraron a los ojos y les dijeron: "¡Por favor!"
Pero
la mujer aún sentía el impulso de ir con los muertos. Así, se puso al lado de
ellos y de su padre muerto, que ya antes se había puesto con ellos. La mujer
sentía que se lo merecía, y estaba aliviada. Los comentarios de los
representantes de los niños judíos muertos, sin embargo, expresaban algo
totalmente diferente; los citaré literalmente:
El
primer niño dijo:
¾
Experimento el estar muerto como algo impersonal, como si no tuviera nada que
ver con el asesino, y menos aún con su nieta. Para mí no corresponde que ella
se ponga a nuestro lado. Debería ir con su familia. Yo no tengo ningún interés
en que ella pague alguna culpa. Este es un ámbito que no le corresponde.
El
segundo niño dijo:
¾
Cuando vino, me empezaron a flaquear las piernas. En seguida pensé que no
pertenecía a nuestro grupo.
El
tercer niño dijo:
¾
Simplemente es demasiado.
El
cuarto niño dijo:
¾
No quiero este sacrificio; no le corresponde.
El
quinto niño dijo:
¾
Para mí tiene una tarea que cumplir con sus hijas, para poner fin a todo este
dolor.
El
sexto niño mostraba mucha tristeza y dijo:
¾
No tiene por qué seguirnos ni a nosotros, ni a su padre. Su lugar está con su
familia.
El
séptimo niño dijo:
¾
Si realmente me mirara, sabría que no puede estar aquí.
El
octavo niño dijo:
¾
Empecé a sentir más calor, y ella significa algo muy cercano para mí.
El
noveno niño dijo:
¾
Cuando vino aquí, pensé: ‘No perteneces aquí.’
El
décimo niño dijo:
¾
Cuando se pasó a este lado, surgieron agresiones.
Y
el padre muerto dijo:
¾
A mí me dolió cuando vino, y tendría ganas de decirle: “Tu lugar está con
tu familia. De esto me ocupo yo solo.“
A
través de estas respuestas, la mujer se dio cuenta de que era una arrogación
ponerse al lado de los muertos cuando no se pertenecía a su grupo. Volvió al
lado de sus hijas, miró abiertamente a los niños judíos muertos y dijo: “Al
cabo de un tiempo, vendré también.“
Después,
miró a sus hijas diciéndoles: “Ahora aún me quedo un poco.“ Lo mismo dijo
también a su marido.
Después, se volvió a llamar al representante del abuelo. Este comentó:
¾
Me sentí muy aliviado cuando se me dijo que saliera de la puerta. Aquí no
hubiera debido ni querido decir nada; y lo mismo sentía mientras estaba fuera.
Hasta
aquí este ejemplo.
En
este contexto también quisiera decir algo en relación a los descendientes de
las víctimas. Muchos conciudadanos judíos, cuyos familiares fueron asesinados
en los campos de exterminio, temen mirar a sus muertos y darles la honra,
pensando que no tienen el derecho de seguir con vida teniendo en cuenta la
suerte de aquéllos. Se sienten culpables, deseando expiar como si ellos fueran
los perpetradores. En consecuencia, ni ellos pueden acercarse a los muertos, ni
los muertos pueden acercarse a ellos. Ahora bien, si los supervivientes y
descendientes encaran a sus familiares muertos, mirándoles a los ojos hasta que
realmente los vean, inclinándose ante ellos y dándoles la honra llenos de
amor, entonces parece como si los muertos resucitaran, como si el terrible
estado de muerte terminara, y como si, por fin, pudieran dirigirse a los vivos y
bendecirlos para que se queden y para que su vida siga fluyendo a través de
ellos. Lo más consolador para los muertos, por tanto, es que en una de estas
constelaciones familiares los vivos les digan: “Mira, tengo hijos.“
De
otro texto de Hellinger:
A
veces, se concibe como culpa lo que sobrevino de forma imprevista o lo que se
sustrajo a toda influencia humana, por ejemplo, un aborto, o la enfermedad, la
disminución o la muerte temprana de un hijo.
Asimismo,
cuando el destino de una persona encierra incidentes que a otros les causaron
algún daño, mientras que para él resultaron ser ventajosos, o incluso les
debe su salvación o su vida, también estos hechos se viven como una culpa; por
ejemplo, si la madre de un niño muere en el parto.
Pero
también existe la culpa real, responsabilidad personal de una persona;
por ejemplo, donde alguien abortó un hijo o lo dio para la adopción sin que
hubiera ninguna necesidad auténtica, o si, sin escrúpulos, exigió o hizo
algo grave a otra persona.
Frecuentemente
se pretenede reparar la culpa personal, o que forma parte de un destino, a través
de la expiación, pagando el daño hecho, dañándose a sí mismo,
"saldando" la culpa a través de la expiación y, según se cree,
compensándola de esta manera.
Similitud y
compensación
Por
este vínculo, pues, los posteriores y más débiles pretenden sujetar a los
anteriores y más fuertes para que éstos no se vayan, o, si ya se fueron,
desean seguirles.
Por
este vínculo, los aventajados pretenden asemejarse a los que sufren la
desventaja. Así, pues, los hijos sanos quieren parecerse a sus padres enfermos,
y los pequeños, inocentes, a los grandes, culpables. Por este vínculo, los
sanos se sienten responsables de los enfermos; los inocentes, de los culpables;
los felices, de los desdichados; y los vivos, de los muertos.
Por
tanto, los que reciben la ventaja están dispuestos a arriesgar y a ofrecer
tanto su salud como su inocencia, su vida como su felicidad por la salud, la
inocencia, la vida y la felicidad de otros. Ya que albergan la esperanza de
poder asegurar o salvar la vida y la felicidad de otros miembros de esta
comunidad, renunciando a su propia vida y a su propia felicidad. Y esperan poder
recuperar y restablecer la vida y la felicidad de otros, aunque ya estén
perdidas.
Así,
pues, del vínculo, y del amor que este vínculo comporta, en la comunidad de la
familia y de la red familiar nace la necesidad imperiosa de llegar a un
equilibrio entre la ventaja de unos y la desventaja de otros, entre la inocencia
y la felicidad de unos y la culpa y la desdicha de otros, entre la salud de unos
y la enfermedad de otros, y entre la vida de unos y la muerte de otros. Es esta
necesidad la que lleva a una persona a desear también la desdicha donde otro
miembro de su sistema fue desdichado; donde otro cayó enfermo o contrajo una
culpa, una persona sana o inocente también enferma o se hace culpable; y donde
una persona querida murió, otra persona próxima a ella desea morir también.
En
el seno de esta comunidad tan estrechamente unida por el destino, el vínculo y
la necesidad de compensación llevan a la participación y a la imitación de la
culpa y de la enfermedad de otros, de su destino y de su muerte. Asimismo, se
intenta pagar la salvación de otros con la desgracia propia; la curación de
otros, con la propia enfermedad; la inocencia de otros, con la culpa o la
expiación propia; y la vida de otros, con la propia muerte.
La enfermedad
sigue al alma
Dado
que esta necesidad de semejanza y compensación anhela la enfermedad y la
muerte, por así decirlo, la enfermedad sigue al alma. Por tanto, aparte de la
ayuda médica en un sentido más estricto, la sanación requiere también la
ayuda de personas que conocen las necesidades del alma, bien sea que el médico
mismo reúna ambos aspectos, bien sea que otra persona complemente el trabajo médico,
atendiendo la psique. Ahora bien, mientras el médico se esfuerza por curar la
enfermedad a través de su tratamiento, el psicoterapeuta más bien se retiene,
ya que, lleno de asombro, se halla ante fuerzas con las que le parecería
arrogante competir. Así, pues, intenta cambiar un destino fatal estando en
sintonía con estas fuerzas, convirtiéndose más bien en su aliado que en su
enemigo.
A
este respecto quisiera referir un ejemplo:
“Mejor que sea
yo que tú”
Durante
una hipnoterapia, una joven paciente de esclerosis múltiple se vio a sí misma
de niña, arrodillada delante de la cama de su madre paralítica, formulando
interiormente este propósito: “Querida Mamá, mejor que sea yo que tú.”
Para
los demás participantes del grupo fue una experiencia profundamente conmovedora
ver cuánto una hija ama a sus padres, y la mujer joven se sentía en paz
consigo misma y con su suerte. Una participante, sin embargo, no pudo soportar
ese amor dispuesto a tomar sobre sí enfermedades, dolores e incluso la muerte
por el bien de la madre. Le dijo al terapeuta:
¾
¡Deseo de todo corazón que puedas ayudarle!
El
terapeuta se quedó perplejo; para él fue como si lo hubiera deshecho todo.
Ya
que ¿cómo es posible que alguien trate el amor de la hija como si fuera algo
malo? ¿Acaso no heriría el alma de la hija, agravando su sufrimiento en vez de
aliviarlo? ¿Acaso la hija no guardaría aún más celosamente su amor a la
madre, aferrándose aún más apasionadamente a su esperanza y a su propósito,
surgido en aquel momento, de salvar a la madre amada a través de su propio
sufrimiento?
Aún
quisiera presentar otro ejemplo más. En un grupo, una mujer joven, que también
padecía de esclerosis múltiple, configuró su familia de origen y la trama
relacional que reinaba en su seno. Así, pues, había la madre y, a su
izquierda, el padre. En frente de ellos se encontraba la paciente, como hija
mayor; a su izquierda, el hermano siguiente, que murió de un paro cardíaco a
los catorce años, y a la izquierda de éste, el hermano más joven.
Figura
1
Partiendo
de esta constelación, el terapeuta le pidió al representante del hermano
muerto que saliera por la puerta, lo cual, en una constelación familiar,
significa morir. En el momento en el que salió por la puerta, la cara de la
hija se iluminó de golpe, y también la madre se sintió mucho mejor. Después,
el terapeuta envió fuera al hermano menor, y después, al padre, porque había
notado que también ellos tendían a salir del sistema. En cuanto habían salido
todos los hombres ¾lo
cual significa que todos estaban muertos¾,
la madre se enderezó con un gesto triunfante, quedando claro que era ella la
que se sabía presa de la muerte ¾cualquiera
que fuera el motivo¾,
y también, cuan aliviada se sentía al ver que otros estaban dispuestos a tomar
sobre sí la muerte en lugar de ella.
Figura
2
A
continuación, el terapeuta volvió a llamar a los hombres y, en su lugar, envió
fuera a la madre. De repente, todos se sintieron librados de la obligación de
participar en el destino de la madre, y se encontraban bien.
Figura
3
El
terapeuta, sin embargo, sospechaba que también la esclerosis múltiple de la
hija estuviera relacionada con el hecho de que la madre se sintiera obligada a
morir. Por tanto, hizo entrar nuevamente a la madre, la puso al lado del padre,
y llevó a la hija al lado de ella.
Figura
4
A
continuación, le dijo a la hija que mirara a la madre con amor y que le dijera
a los ojos y a la cara: “Mami, yo lo hago en tu lugar.” Al pronunciar estas
palabras, la cliente se puso radiante, y el significado y la finalidad de su
enfermedad quedaron claros para todos los presentes.
¿Qué
puede hacer, pues, un médico o un psicoterapeuta, y de qué se debe guardar?
El amor
consciente
Sacar
a la luz el amor del hijo es, frecuentemente, todo lo que puede y debe hacer un
terapeuta que conoce la envergadura de ese amor. Cualquiera que sea la carga que
haya tomado sobre sí por este amor, el hijo tiene la seguridad de estar
siguiendo fielmente a su conciencia, sintiéndose noble y bueno.
Ahora
bien, en cuanto, con la ayuda de una persona entendida, haya podido salir a la
luz el amor del hijo, quizás se haga patente también que la meta de ese amor
permanece inalcanzable. Ya que ese amor alberga la esperanza de poder sanar a la
persona amada a través de sus sacrificios, de poder protegerla de la desgracia,
de poder expiar su culpa; y aunque haya muerto la persona amada, llega al
extremo de pensar que incluso podría recuperarla de entre los muertos.
Por
tanto, si junto con el amor infantil también se hacen patentes sus fines
infantiles, el hijo, ahora adulto, quizás se dé cuenta de que con su amor y
con sus sacrificios no puede superar ni la enfermedad ni el destino ni la muerte
de otros, sino que debe encararlos con impotencia y con valentía, asintiendo a
ellos tales como son.
Así,
pues, las metas del amor infantil y los medios para alcanzarlas son
"des-engañados" en cuanto salen a la luz, ya que forman parte de un
concepto mágico del mundo que resulta insostenible ante el conocimiento del
adulto. El amor, sin embargo, perdura. Una vez descubierto, el mismo amor que en
otros momentos llevaba a la enfermedad, ahora se une al conocimiento para buscar
otra solución, solución consciente, neutralizando así las influencias
enfermizas donde aún sea posible. En este sentido, el médico y otros
terapeutas quizás puedan señalar determinados pasos ¾
pero sólo si el amor del hijo, porque ellos lo vieron, permanece a la luz, y sólo
si este amor, por su reconocimiento, puede dirigirse a algo nuevo y más grande.
La compensación
a través de la expiación causa un doble sufrimiento
La
expiación sacia nuestra necesidad de compensación. Pero si la compensación se
busca a través de enfermedades, accidentes o de la muerte, ¿qué se logra
realmente? En lugar de un perjudicado hay dos, y en lugar de un muerto aún hay
otro más. Aún peor: para las víctimas de la culpa, la expiación significa un
doble daño y una doble desgracia, puesto que su desgracia nutre otra desgracia,
su daño aún causa más daño, y su muerte aún trae la muerte a otras
personas.
Pero
también hay que tener en cuenta otro aspecto más: la expiación es barata.
Al igual que en el pensar y actuar mágicos, donde la salvación de otros únicamente
se gana a través de la propia desgracia, pensando que el propio sufrimiento
bastaría para redimir al otro, así también ocurre en la expiación: sólo
basta con sufrir o morir, sin tener en cuenta la relación ni ver al otro, y sin
sentir el dolor por su desgracia teniéndolo presente como persona, y sin que,
después, con su asentimiento y con su bendición, haya que hacer nada para
otros.
Por
tanto, también en la expiación se intenta pagar una deuda devolviendo
exactamente lo mismo. También aquí, el actuar se sustituye por el sufrir, la
vida por la muerte, y la culpa por la expiación, de manera que también aquí
bastan el sufrimiento y la muerte sin actuar ni esforzarse. Y al igual que la
desgracia , el sufrimiento y la muerte aún aumentan y crecen a través de las
frases de "mejor que sea yo que tú" y "te sigo" una vez
realizadas, así también en el caso de la expiación realizada.
Un
hijo, cuya madre murió al darle la vida a él, siempre se sentirá en deuda con
ella, ya que ella pagó su vida con su propia muerte. Ahora bien, si el hijo lo
expía haciéndose sufrir a sí mismo, es decir, si se niega a tomar su vida
aunque sea al precio de la vida de su madre, o si en expiación
incluso se suicida, la desgracia resulta doblemente grave para la madre.
Así, el hijo no toma el obsequio de la vida que ella le dio, ni tampoco respeta
su amor ni su voluntad de dárselo todo. Su muerte, por tanto, fue en vano; aún
más: en vez de dar vida y felicidad, aún produciría más desgracia, y en
lugar de un muerto habría dos.
Si
pretendemos ayudarle a un hijo en esta situación, tenemos que tener en cuenta
que en su interior siente tanto el deseo de expiar como también el deseo de:
"Mejor que sea yo que tú", y: "Te sigo". Así, pues, únicamente
podemos influir positivamente sobre el deseo nefasto de expiar si también
logramos encontrar la solución positiva para las frases de "mejor que sea
yo que tú" y "te sigo".
La compensación a través del tomar y de los actos de reconciliación.
¿Cuál
sería, pues, una solución para este hijo, adecuada para él y para su madre?
El hijo tendría que decir: "Querida Mamá, ya que pagaste un precio tan
alto por mi vida, que no haya sido en vano; le sacaré provecho, en tu memoria y
en tu honor."
En
consecuencia, el hijo tiene que actuar en vez de sufrir, rendir en vez de
fracasar, y vivir en vez de morir. De esta manera, su unión con la madre sería
muy diferente que siguiéndole a la desgracia y a la muerte.
Pereciendo
en una unión simbiótica con la madre, su vínculo es tan solo inconsciente y
ciego. En cambio, si realiza algo que fomente la vida, en memoria de su madre y
de su muerte, si toma su vida haciendo que también otros participen en ella, su
unión con la madre es totalmente distinta: se encuentra delante de ella mirándola
con amor. Ya que si de esta manera toma su vida, conduciéndola a su plenitud,
el hijo tiene presente a su madre y la lleva en su corazón. Así, de la madre
al hijo fluyen la bendición y la fuerza, porque por amor a ella convierte su
vida en algo especial.
A
diferencia de la compensación procurada a través de la expiación, que no es más
que una compensación a través de la fatalidad, del daño y de la muerte, ésta
sería la compensación positiva. Sin embargo, a diferencia de la compensación
a través de la expiación, que resulta barata y perjudicial, que toma sin
llegar a la reconciliación, la compensación positiva es cara. Pero ella
aporta la bendición, permitiendo que la madre se reconcilie con su destino, y
el hijo con el suyo. Ya que lo positivo que el hijo realiza en memoria de su
madre se logra a través de ella; a través de su hijo, la madre participa en
ello. Ella sigue viviendo y actuando en los actos de su hijo.
A
diferencia de la compensación mágica, ésta sería la compensación que
corresponde. Sigue a la comprensión de que nuestra vida es única y que,
pasando, hace sitio para la vida futura, y, aunque ya haya pasado, nutre la vida
presente.
La expiación
sustituye la relación
Mediante
la expiación evitamos encarar la relación, ya que a través de la expiación
tratamos la culpa como un asunto en el que se paga el daño con algo que nos
cueste personalmente. ¿Pero qué puede conseguir esta expiación cuando he
cometido una injusticia con una persona, llevándola a la desgracia y causándole
daños físicos y psíquicos irreparables? Sólo puedo procurar mi propia
descarga a través de la expiación dañándome a mí mismo y perdiendo de vista
al otro. Puesto que si centro mi atención en el otro, tengo que reconocer que
con mi expiación pretendo borrar algo que no puede ser disuelto.
Lo
mismo se aplica a la culpa como responsabilidad personal. Frecuentemente, una
madre pretende expiar un aborto o la pérdida de un hijo por otras razones,
contrayendo una enfermedad mortal, o abandonando la relación con el marido y el
padre del niño, o renunciando a relaciones posteriores. También la expiación
de una culpa personal se realiza de manera inconsciente, incluso a pesar de su
negación o de la explicación a un nivel consciente.
A
veces, aparte de la necesidad de expiación, las madres desarrollan el deseo de
seguirle al hijo muerto, de la misma manera que un hijo desea seguirle a su
madre muerta. Pero ¾
así podemos suponer ¾
también un hijo que murió por culpa de la madre le dice: "Mejor que sea
yo que tú." Así, pues, si la madre, para expiar su culpa, cae enferma o
muere, la muerte del hijo ofrecida por la madre fue en vano.
También
en la culpa personal la solución consiste en sustituir la expiación por actos
de reconciliación.
Esto se logra mirándole a los ojos a la persona que se trató injustamente o a
la que se causó un daño grave.
Por
ejemplo, la madre debe mirar al hijo abortado, o no reconocido, o abandonado,
hasta que aparezca ante ella como una persona real, y decirle: "Lo
siento", y: "Ahora te doy un lugar en mi corazón", y: "Lo
repararé hasta donde aún pueda hacerlo", y: "Quiero que participes
en lo bueno que hago en tu memoria, pensando en ti". Así, la culpa no sería
en vano, ya que lo bueno que la madre ¾o
quienquiera que sea¾
realiza en memoria de este hijo, teniéndolo presente, se realiza con el hijo y
a través de él. Este tiene parte en los actos de la madre y, durante un
tiempo, permanece unido a ella.
Quien
haya hecho un daño a otro y desea buscar la reconciliación con su alma, y
proteger así a los miembros de su familia, debe reparar el daño o hacer algo
grande en compensación. En el caso de un crímen grave, debe excluirse del
sistema familiar al que pertenece y ser excluido por los miembros de su familia
– aún con respeto-.
Algunas analogías: En caso de un incesto. ¿Qué les ayuda a los perpetradores?
hellinger
Únicamente hablaría con ellos individualmente y en un contexto protegido.
Primeramente les preguntaría si ellos ven un camino que le ayude a la víctima
a librarse del acto que le hizo daño y de trocar el dolor sufrido y sus
consecuencias en algo positivo. En ese momento, ellos ya no necesitan defenderse
y yo gano su colaboración. Un primer paso en esa dirección sería que
sintieran lo ocurrido. Ese dolor es, en primer lugar, un proceso interior.
Los
perpetradores no deben ni explicar ni justificar ni paliar ni condenar su
comportamiento ante la víctima. Tampoco deben confesarle su culpa, ni tampoco
pedirle perdón, o esperar o exigir cualquier otra cosa que fuera una descarga
para ellos mismos. Eso sería otro abuso más, una carga adicional para la víctima.
Cuando
se llega a un proceso judicial, les aconsejo a los perpetradores que acepten la
pena sin intentar mitigarla mediante subterfugios o peritajes. Ésta es la
manera más segura de recuperar su dignidad.
La indignación,
y lo que salva de la maldición de la ley tanto a perpetradores como a víctimas
y vengadores
hellinger
A veces aquellas personas que ayudan en vez de perseguir, que intentan guiar
tanto a las víctimas como a los perpetradores para que encuentren maneras de
llevar a un futuro positivo el dolor y la culpa, a veces se convierten en blanco
de indignación. Ya que los indignados se sienten al servicio de una ley
imperiosa, sea la ley de Moisés, la ley de Cristo, la ley de los cielos, la
“ley moral natural”, la ley de un grupo, o simplemente aquello que un ciego
“Zeitgeist” nos imponga. Cualquiera que sea el nombre de esa ley, les
confiere a los indignados un poder sobre los perpetradores y sobre las víctimas,
justificando toda injusticia que cometan con otros. La pregunta es: ¿cómo
pueden reaccionar los terapeutas que topan con esta indignación, sin perjudicar
ni a las víctimas ni a los perpetradores, ni dañarse a sí mismos o atentar
contra el orden justo? A este respecto, cuento una historia conocida:
La
Mujer Adúltera
En Jerusalén bajó
una vez un hombre del monte de los Olivos y se dirigió al Templo. Al entrar, un
grupo de eruditos justos trajeron a una mujer y, rodeando a aquel hombre, la
pusieron delante de él diciendo:
¾ Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. Moisés nos mandó en la
Ley que la apedreáramos. ¿Tú qué dices?
En realidad, sin
embargo, no les interesaba ni aquella mujer, ni lo que había cometido. Su propósito
era preparar una trampa a un hombre conocido por su solicitud y su indulgencia.
Su clemencia los indignaba. Ellos, sin embargo, en nombre de esa ley se sentían
autorizados de aniquilar tanto a la mujer como a aquel hombre ¾ suponiendo que no compartiera su indignación ¾, aunque éste no tuviera nada que ver con lo que la mujer había
cometido.
Así, pues, nos
encontramos ante dos grupos de perpetradores. Al primer grupo pertenece la
mujer: ella era una adúltera, y los indignados la llamaban una pecadora. Al
otro grupo pertenecen los indignados: por sus intenciones eran asesinos; no
obstante, se llamaban justos. Sobre ambos grupos pesaba la misma ley implacable,
con la única diferencia de que, en un lado, llama a los actos malos injusticia,
y en el otro, los actos aún peores, justicia. Pero el hombre al que querían
preparar la trampa se retiró de todos ellos: de la adúltera, de los asesinos,
de la ley, del cargo de juez y de la tentación de la grandeza. Delante de todos
ellos se inclinó hasta el suelo. Pero al ver que los indignados no comprendían
su gesto, acechando y acosándolo, se incorporó y dijo:
¾ Aquél de vosotros que esté sin pecado, que arroje la primera piedra.
E inclinándose
de nuevo, siguió escribiendo en la tierra.
De repente, todo
había cambiado; ya que el corazón sabe más que la ley le permite o le impone.
Los indignados se fueron retirando, uno tras otro, comenzando por los más
viejos. El hombre, sin embargo, respetaba su vergüenza y permanecía inclinado,
escribiendo en la arena. Sólo cuando todos hubieron marchado, se incorporó de
nuevo, preguntando a la mujer:
¾¿Dónde están? ¿Nadie te ha condenado?
¾ Nadie, Señor¾, contestó ella.
Después, como si
estuviera de acuerdo con los que antes se habían mostrado indignados, le dijo a
la mujer:
¾ Tampoco yo te condeno.
Aquí
termina la historia. En el texto transmitido aún se añade: “No peques más.„
Como pudo demostrar la investigación bíblica, esta frase fue añadida
posteriormente, probablemente por alguien que ya no soportaba la grandeza y el
poder de esta historia.
Aún
queda por comentar otro aspecto más. La auténtica víctima es silenciada tanto
por los indignados como por la historia: el marido de la mujer. Si los
indignados hubieran apedreado a la mujer, su marido se habría convertido
doblemente en doble víctima. Así, sin embargo, al ya no interponerse entre
ellos ningún indignado, ambos tienen la posibilidad de encontrar el equilibrio
y la reconciliación a través del amor, y de comenzar de nuevo. Si los
indignados tuvieran el derecho de interponerse, se les negaría esta solución,
y tanto la perpetradora como la víctima sufrirían más.
A
veces, también algunos niños abusados se encuentran en esta situación,
cuando, en lugar de encontrarse en manos del amor, caen en manos de la indignación.
Los indignados se preocupan poco de ellos. Puesto que las medidas que proponen e
imponen desde su sentimiento de indignación, aún lo hacen más difícil para
las víctimas.
Por
ejemplo, en el incesto, la niña que fue víctima de un abuso sexual permanece
vinculada y fiel al perpetrador. Por tanto, si su padre es perseguido y
aniquilado moral e físicamente, también la hija muere moral o físicamente, o,
más tarde, uno de sus hijos paga la culpa. Ésta es la maldición de la
indignación, y la maldición de la ley que se apoya en la indignación.
Por
tanto, ¿qué deberían hacer los terapeutas que se guían por el amor?
Renunciar al dramatismo y buscar caminos sencillos que tanto a las víctimas
como a los perpetradores les den la posibilidad de comenzar de nuevo, aunque más
conocedores y más comprensivos que antes. En lugar de fijar su mirada en una
supuesta ley superior, miran a las personas, sean víctimas o perpetradores,
considerándose uno más entre ellas. Así, saben: sólo la ley parece eterna y
férrea ¾
en la tierra, sin embargo, todo es ínfimo, y a todo final le sigue un
principio. Su ayuda es humilde y conoce el amor para todos: para las víctimas,
para los perpetradores, para los instigadores secretos y para los vengadores,
que ellos mismos también habrán sido alguna vez. ¾
En el incesto: la persecución de los autores no ayuda a nadie
Perseguir
a los autores y castigarlos no ayuda ni a las víctimas ni a nadie más. Ahora
bien, si en caso de incesto, la hija sufrió un daño, por ejemplo por uso de la
fuerza, entonces tiene el derecho de estar enojada con el autor, pero no hasta
el extremo de negarle el derecho a la pertenencia. Puede decir: "Has
cometido una gran injusticia conmigo, y no te lo perdonaré nunca."
Y, en cierto modo, puede decirles a la cara a los padres: "Sois
vosotros, no yo. Vosotros tenéis que llevar las consecuencias, no yo."
En ese momento pasa la culpa a él o a ella, y ella misma se aparta. Que la hija
esté llena de reproches contra los padres no sirve de nada. El poner límites
claros es lo que importa y lo que le permite librarse. Los reproches tan sólo
son un simulacro de combate y no una exigencia.
La
hija tampoco debe perdonar. Perdonar es una arrogación y no le
corresponde a la hija. Puede decir: "Fue
terrible para mí, y dejo las consecuencias contigo. A pesar de todo, sacaré
partido de mi vida."
Si
la hija, más tarde, consigue una relación feliz, también significa una
descarga para el autor; si, por lo contrario, ella misma después no permite que
las cosas le vayan bien, también es una venganza tardía del autor.
Por
otra parte, el padre no debe pedirle perdón a la hija, lo cual significaría
una carga inmensa para ella. Pero sí puede decir: "Lo
siento"
o "He
cometido una injusticia contigo".
"Solución"
es una palabra de doble sentido. La solución siempre es un "apartarse
de".
La lucha ata. Exigir
que los demás acepten su responsabilidad lleva a una buena separación de la
familia. En el caso de una implicación en un sistema superior, aquí en el de
los padres, el inferior tiene que exigir del superior que acepte la
responsabilidad. Así, puede dejarlos y marchar.
Bert
Hellinger en Chile: 1 al 7 de septiembre
Taller
terapéutico: 3, 4 y 5 de septiembre en Universidad Educares
Informes
en teléfonos 2041054, 3692693, celular 09 8113209